HABLA EL CHISME MALICIOSO

 
                               

Por: Héctor Rosas Padilla

“Por ahí me dijeron que  tu esposo anda con otra mujer y que él ya no vive contigo”. “Me contaron que fulano estuvo diciendo cosas muy feas de ti”.
“Me dijeron que”, “escuché por ahí que”.  ‘’Me suplicaron que no abriera la boca”. “Porque confío en ti te voy a contar”. “Te paso el dato de lo último”.

Este soy yo: EL CHISME, pero no el chisme que espera o busca la gente para estar al día con lo que acontece en su comunidad.  O para enterarse qué cosas se dicen de los logros de fulano o mengano. No, esa clase de chisme no es pernicioso. Tal vez sin él la sociedad hubiera desaparecido de la faz de la tierra. El chisme a veces puede ser beneficioso y digamos que no siempre encierra una mentira. A saber: “El chisme cumple funciones tanto sociales como psicológicas porque sirve para que las personas establezcan enlaces sociales”. Esto por si acaso no lo escuché por ahí, sino que lo dice el psicólogo Ralp Rosnow. Pero qué lejos estoy yo de ser ese  chisme benigno que es recibido con agrado. Yo soy el chisme malicioso, compañero íntimo de la mentira y la mala fe, el chisme hijo de puta que puede poner por el suelo la reputación de una persona. O a enfrentar a unos contra otros. O romper amistades de años. O causar problemas muy graves en las relaciones humanas. Porque soy sinónimo de infamia y maldad. Por eso y con suficiente razón la investigadora Verónica Vásquez García me ha clasificado como una forma de violencia. Otros me consideran como un bullying social que afecto vidas. Otros, como una de las armas sociales más peligrosas que existe en nuestra sociedad, y otros, como un cáncer social. Y creo que no se exagera con lo que se dice acerca de mí. Por culpa de mi maldita lengua algunos se han suicidado y ha habido familias o grupos humanos que se han declarado una guerra a muerte. 

Y es que no todos tienen la misma capacidad de tolerancia para recibirme. Mientras unos me mientan la madre, otros se hacen de los oídos sordos para no amargarse la vida. Sin embargo, en algunos, por más que me aseguren que no les importa “el qué dirán “, les quedará las ganas de arrancarme la lengua ¿Y saben por qué? Porque mi lengua sólo vierte veneno por donde camino ¿Qué digo? Será por donde me arrastro como las víboras porque eso soy: una víbora que se desliza por todas partes buscando víctimas, buscando acabar con la armonía que existe  entre los amigos o en los hogares. Y aunque las víboras atacan por instinto e inoculan su veneno en defensa propia, yo lo hago por maldad, sí, por maldad, porque soy compinche del diablo. George Harrison  asegura que se ha logrado controlar muchos obstáculos en la vida.  Pero no han conseguido controlarme a mí. Me importa un carajo la honorabilidad y la tranquilidad de lo demás. Muchas veces  inoculo mi ponzoña por envidia aunque jure que no, que lo hago sin mala intención o por el alto concepto que tengo de la amistad. Lo cierto es que no puedo ver felices a las personas. Me irrita que otros individuos hayan alcanzado lo que yo no he logrado. O que tengan lo que yo no poseo. O que por ser mejores que yo gocen del respeto y la simpatía de todo el mundo. Soy tan malo como el acto de linchar injustamente, no con piedras, sino con palabras. Lincho a mi antojo la dignidad y la credibilidad de los individuos porque como están ausentes no pueden defenderse. Esto es una muestra que soy además un cobarde e hipócrita porque delante de mis víctimas jamás me atrevería a desprestigiarlos. Los lapido como me dé la gana y donde me dé la gana. Cuando no es en la vía pública o en las reuniones, yo descargo mis mentiras e infamias en los centro de trabajo, para tener en qué ocuparme, y en los centros de estudios, para sentirme importante. Ah, y en muchas casas también estoy  presente. En los hogares  que no pueden vivir sin mí me encarno en el jefe de familia o en el ama de casa que conviven con el ocio, y que en vez de sacarle provecho al internet, educándose, han convertido a las redes sociales en su lugar predilecto para el chisme. Y como la ociosidad es madre de todos los vicios, entre esos vicios no puedo faltar yo. Ahora con el internet estoy a la orden del día. En cuestión de segundo  hago llegar mi veneno adonde quiera. No necesito moverme a ninguna parte del mundo. No tengo nacionalidad. Soy mundialmente conocido, mucho más que el Papa Francisco y el futbolista Leo Messi. Pertenezco a todas las clases sociales. Hablo todas las lenguas. Profeso todas las religiones. Y ejerzo todas las profesiones. Puedo ser negro o blanco, ignorante o bien ilustrado. Y aunque estoy presente en todas partes como la mala hierba, a veces me aburro de permanecer en un determinado lugar y tomo el primer avión que va a Lima, por ejemplo, para continuar  desde allá con mi poder de destrucción. De todos hablo mal, así tengan cola que les pise o no.  

Yo sí que la tengo, y muy larga, pero la escondo. Ni los seres que conviven conmigo se escapan de mis infamias, mucho menos mis familiares políticos y los amigos. A estos, dicho sea de paso, cada vez los pierdo en un mayor número porque desconfían de mi amistad, porque no quieren ser mi próxima víctima. Porque soy un asesino que porta  la más destructiva de las armas: mi lengua. Sí, un asesino, pues “mato al hermano cuando hablo mal de él”, lo ha dicho el Papa Francisco, quien sostiene también que ‘’No hay murmuración inocente. Quien habla mal del prójimo es un hipócrita que no tiene la valentía de mirar sus propios defectos’’. Por eso Plauto recomienda que ‘’Los que propagan el chisme y los que la escuchan, todos ellos deberían ser colgados: los propagadores por la lengua, y los oyentes por las orejas’’.

* Héctor Rosas Padilla, poeta y escritor peruano radicado en California.

El Sacerdote y la Dama

EL Cuento de las 1,000 Palabras de Caretas


Escribe: MARÍA LOURDES TORRES

María Lourdes Torres Saric (1961), menos conocida como “mltowers”, ganó la segunda mención honrosa abordando un tema espinoso con sutileza descriptiva y destreza literaria. Desde hace tres años pertenece al grupo de narrativa La mansión de la magia, bajo la atenta mirada de su escritor y guía, Alonso Cueto. El grupo de estudio se reúne cada semana para intercambiar relatos y opiniones. Torres trabaja en un estudio de abogados y escribe desde hace ocho años. Lee a García Márquez, Vargas Llosa, Valdelomar, Hemingway y Henry James. Tiene dos hijas y, pronto, tendrá dos novelas.



Su acento francés le da un matiz irreverente a la ceremonia. La mirada amarilla danza entre los feligreses. Va de un lado a otro del púlpito, sus manos se agitan y las palabras brotan como ráfagas perfumadas de incienso.
El discurso llega al cénit y la sotana verde y dorada revolotea. La holgada vestimenta no logra disimular sus hombros anchos y maduros.
Paulina lo observa como cada domingo. El brillo en sus ojos azules y los carnosos labios entreabiertos apenas delatan su inquietud.
Un ronco murmullo repite oraciones aprendidas en la niñez. Los rezos se mezclan con el estremecedor sonido del antiquísimo órgano de aquella iglesia colonial. Viejas matronas sostienen rosarios con dedos huesudos y desiertos.
La joven se acomoda en la banca de madera. A pesar del inclemente frío en el exterior, a Paulina le arden las entrañas. El padre Gerard se prepara para dar la Comunión.
Su voz la acaricia como en el momento de la confesión. Arrodillada en aquel pequeño cubículo, tiene la certeza de que él la percibe y adivina sus más profundos secretos. Dentro del confesionario, el tiempo se detiene y su aroma se le impregna:
–¿Dices que te atrae mucho ese hombre?–pregunta el sacerdote
–Sí, Padre–susurra Paulina bajando la mirada.
Al sacerdote le es imposible dejar de evocar a la dueña de aquella voz mansa y educada. Han tenido oportunidad de conversar algunas veces. Comparten el mismo interés por la literatura y el arte barroco. La madre siempre la acompaña a la iglesia en donde es párroco desde hace algunos meses atrás.
–Entiendo tu vehemencia, pero recuerda que el cuerpo debe ser el templo del alma–responde el padre Gerard. Paulina lo siente removerse intranquilo al otro lado del tupido enrejado de caoba.
–Sí, padre. Por eso he venido a confesarme. Necesito que Dios me ayude a controlar mis pensamientos impuros.
–Tienes que orar mucho, hija–recomienda el sacerdote. Cada noche, antes de dormir, vas a rezar el Santo Rosario. Debes hacerlo hasta que se aquieten tus arrebatos–sentencia el padre Gerard dando por terminado el sacramento de la confesión.
Paulina se une a la fila para la Eucaristía. Los melodiosos acordes de las guitarras rasgan la solemne atmósfera. Cuando llega su turno, el padre Gerard acerca la hostia hasta sus labios. Por breves segundos, sus miradas se encuentran.
De vuelta en su sitio, se hinca de rodillas flanqueada por su madre y por Leónidas, su hermano. Mientras la redonda lámina se disuelve, la mente de Paulina se desboca.
Parado en los escalones exteriores del templo, el padre Gerard despide a sus feligreses. Al verlas, se acerca dando largas zancadas.
Es bastante alto y guapo. Debe tener un poco más de cuarenta años, calcula Paulina.
El sacerdote conversa con su madre durante algunos minutos.
Antes de marcharse, la dama le reitera la invitación:
“Mañana celebramos la fundación de nuestra ciudad, padre. Recuerde que está cordialmente invitado al almuerzo en el comedor principal del Hotel Monarquía”.
“Por supuesto doña Faustina. Los acompañaré con mucho gusto”.
A Paulina se le paraliza el corazón. Él también asistirá al tradicional evento que, como gobernador, preside cada año su padre.
–A lo mejor, hasta tengo la fortuna de sentarme en su misma mesa–piensa Paulina con ilusión.
Al día siguiente se arregla con más esmero de lo habitual. Se pone un vestido celeste de ajustado corpiño y un exquisito collar de filigrana. Siempre la ha visto con los trajes recatados que lleva a la iglesia. Esta vez será diferente.
Al llegar al salón, Paulina se sienta en la alargada mesa de mantel almidonado. Su madre se acomoda a la derecha. Un par de caballeros vestidos de chaqué conversan con su padre.
Al poco rato, la joven divisa al Padre Gerard. Luce muy apuesto con su traje eclesiástico negro. Parece buscar algo con la mirada. Sus ojos se detienen en su mesa. Lo ve acercarse. El sacerdote sostiene su mano en ademán de saludo, y para su sorpresa, un papelillo resbala hasta su palma. Paulina cierra el puño. Mira alrededor y desliza la nota entre sus senos con disimulo.
El discurso de su padre levanta una andanada de aplausos. La gente asiente estimulada por los efectos del champán. Paulina aprovecha para escabullirse hasta un solitario jardín interior.
Con mano temblorosa, la joven saca la nota de su escote:
“Es preciso sepa usted la verdad. He podido notar la inquietud que le causo, pero debo ser fuerte porque mi corazón está comprometido a Dios...”
Paulina se detiene. No puede seguir leyendo.
–Debo ser fuerte, repite...
–¿Qué quiere decir con eso? ¿Será que le intereso?–se pregunta.
Un petirrojo aterriza a sus pies. La brisa otoñal zarandea la copa de los árboles. Paulina ajusta el elaborado chal de guipur sobre sus hombros.
Está a punto de reanudar la lectura cuando unos pasos la distraen. Con rapidez se oculta detrás de un fornido sauce llorón. Ve a una pareja escurrirse hacia el jardín. La penumbra de la tarde dificulta reconocer las siluetas.
Paulina no quiere parecer entrometida y decide salir de su escondite. En ese momento el timbre de una voz la contiene:
“Me es imposible controlarme. Mon coeur le pertenece”.
“Estamos pecando, Padre” –susurra alguien.
“Este amor no puede ser pecado”.
Paulina intenta aguzar el oído. El ulular del viento galopa a través de las ramas del enorme sauce. La otra voz contesta, pero no puede entender lo que dice.
–Se trata del Padre Gerard–piensa Paulina con espanto.
“Confía en mí –exhorta la voz afrancesada del sacerdote–. Dios no juzga el verdadero amor”.
“Nunca antes me había enamorado, padre”.
Es una voz fresca, juvenil.
La pareja avanza algunos pasos. Paulina contiene la respiración. La luz ambarina de una farola da de lleno en una figura adolescente. El sacerdote toma el aniñado rostro entre sus manos y besa sus labios con pasión.
El grito de Paulina rasga el ambiente gris y festivo. Leónidas, su hermano de catorce años la está mirando.

Fuente: Caretas

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