El Sacerdote y la Dama

EL Cuento de las 1,000 Palabras de Caretas


Escribe: MARÍA LOURDES TORRES

María Lourdes Torres Saric (1961), menos conocida como “mltowers”, ganó la segunda mención honrosa abordando un tema espinoso con sutileza descriptiva y destreza literaria. Desde hace tres años pertenece al grupo de narrativa La mansión de la magia, bajo la atenta mirada de su escritor y guía, Alonso Cueto. El grupo de estudio se reúne cada semana para intercambiar relatos y opiniones. Torres trabaja en un estudio de abogados y escribe desde hace ocho años. Lee a García Márquez, Vargas Llosa, Valdelomar, Hemingway y Henry James. Tiene dos hijas y, pronto, tendrá dos novelas.



Su acento francés le da un matiz irreverente a la ceremonia. La mirada amarilla danza entre los feligreses. Va de un lado a otro del púlpito, sus manos se agitan y las palabras brotan como ráfagas perfumadas de incienso.
El discurso llega al cénit y la sotana verde y dorada revolotea. La holgada vestimenta no logra disimular sus hombros anchos y maduros.
Paulina lo observa como cada domingo. El brillo en sus ojos azules y los carnosos labios entreabiertos apenas delatan su inquietud.
Un ronco murmullo repite oraciones aprendidas en la niñez. Los rezos se mezclan con el estremecedor sonido del antiquísimo órgano de aquella iglesia colonial. Viejas matronas sostienen rosarios con dedos huesudos y desiertos.
La joven se acomoda en la banca de madera. A pesar del inclemente frío en el exterior, a Paulina le arden las entrañas. El padre Gerard se prepara para dar la Comunión.
Su voz la acaricia como en el momento de la confesión. Arrodillada en aquel pequeño cubículo, tiene la certeza de que él la percibe y adivina sus más profundos secretos. Dentro del confesionario, el tiempo se detiene y su aroma se le impregna:
–¿Dices que te atrae mucho ese hombre?–pregunta el sacerdote
–Sí, Padre–susurra Paulina bajando la mirada.
Al sacerdote le es imposible dejar de evocar a la dueña de aquella voz mansa y educada. Han tenido oportunidad de conversar algunas veces. Comparten el mismo interés por la literatura y el arte barroco. La madre siempre la acompaña a la iglesia en donde es párroco desde hace algunos meses atrás.
–Entiendo tu vehemencia, pero recuerda que el cuerpo debe ser el templo del alma–responde el padre Gerard. Paulina lo siente removerse intranquilo al otro lado del tupido enrejado de caoba.
–Sí, padre. Por eso he venido a confesarme. Necesito que Dios me ayude a controlar mis pensamientos impuros.
–Tienes que orar mucho, hija–recomienda el sacerdote. Cada noche, antes de dormir, vas a rezar el Santo Rosario. Debes hacerlo hasta que se aquieten tus arrebatos–sentencia el padre Gerard dando por terminado el sacramento de la confesión.
Paulina se une a la fila para la Eucaristía. Los melodiosos acordes de las guitarras rasgan la solemne atmósfera. Cuando llega su turno, el padre Gerard acerca la hostia hasta sus labios. Por breves segundos, sus miradas se encuentran.
De vuelta en su sitio, se hinca de rodillas flanqueada por su madre y por Leónidas, su hermano. Mientras la redonda lámina se disuelve, la mente de Paulina se desboca.
Parado en los escalones exteriores del templo, el padre Gerard despide a sus feligreses. Al verlas, se acerca dando largas zancadas.
Es bastante alto y guapo. Debe tener un poco más de cuarenta años, calcula Paulina.
El sacerdote conversa con su madre durante algunos minutos.
Antes de marcharse, la dama le reitera la invitación:
“Mañana celebramos la fundación de nuestra ciudad, padre. Recuerde que está cordialmente invitado al almuerzo en el comedor principal del Hotel Monarquía”.
“Por supuesto doña Faustina. Los acompañaré con mucho gusto”.
A Paulina se le paraliza el corazón. Él también asistirá al tradicional evento que, como gobernador, preside cada año su padre.
–A lo mejor, hasta tengo la fortuna de sentarme en su misma mesa–piensa Paulina con ilusión.
Al día siguiente se arregla con más esmero de lo habitual. Se pone un vestido celeste de ajustado corpiño y un exquisito collar de filigrana. Siempre la ha visto con los trajes recatados que lleva a la iglesia. Esta vez será diferente.
Al llegar al salón, Paulina se sienta en la alargada mesa de mantel almidonado. Su madre se acomoda a la derecha. Un par de caballeros vestidos de chaqué conversan con su padre.
Al poco rato, la joven divisa al Padre Gerard. Luce muy apuesto con su traje eclesiástico negro. Parece buscar algo con la mirada. Sus ojos se detienen en su mesa. Lo ve acercarse. El sacerdote sostiene su mano en ademán de saludo, y para su sorpresa, un papelillo resbala hasta su palma. Paulina cierra el puño. Mira alrededor y desliza la nota entre sus senos con disimulo.
El discurso de su padre levanta una andanada de aplausos. La gente asiente estimulada por los efectos del champán. Paulina aprovecha para escabullirse hasta un solitario jardín interior.
Con mano temblorosa, la joven saca la nota de su escote:
“Es preciso sepa usted la verdad. He podido notar la inquietud que le causo, pero debo ser fuerte porque mi corazón está comprometido a Dios...”
Paulina se detiene. No puede seguir leyendo.
–Debo ser fuerte, repite...
–¿Qué quiere decir con eso? ¿Será que le intereso?–se pregunta.
Un petirrojo aterriza a sus pies. La brisa otoñal zarandea la copa de los árboles. Paulina ajusta el elaborado chal de guipur sobre sus hombros.
Está a punto de reanudar la lectura cuando unos pasos la distraen. Con rapidez se oculta detrás de un fornido sauce llorón. Ve a una pareja escurrirse hacia el jardín. La penumbra de la tarde dificulta reconocer las siluetas.
Paulina no quiere parecer entrometida y decide salir de su escondite. En ese momento el timbre de una voz la contiene:
“Me es imposible controlarme. Mon coeur le pertenece”.
“Estamos pecando, Padre” –susurra alguien.
“Este amor no puede ser pecado”.
Paulina intenta aguzar el oído. El ulular del viento galopa a través de las ramas del enorme sauce. La otra voz contesta, pero no puede entender lo que dice.
–Se trata del Padre Gerard–piensa Paulina con espanto.
“Confía en mí –exhorta la voz afrancesada del sacerdote–. Dios no juzga el verdadero amor”.
“Nunca antes me había enamorado, padre”.
Es una voz fresca, juvenil.
La pareja avanza algunos pasos. Paulina contiene la respiración. La luz ambarina de una farola da de lleno en una figura adolescente. El sacerdote toma el aniñado rostro entre sus manos y besa sus labios con pasión.
El grito de Paulina rasga el ambiente gris y festivo. Leónidas, su hermano de catorce años la está mirando.

Fuente: Caretas

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