ANTOLOGÍA DE NARRATIVA PERUANA "LA NUEVA OLA"


 
El interesante cuento “Mi amigo Aldo” del escritor Héctor Rosas Padilla ha sido incluído en una importante antología de cuentos que acaba de publicar el sello “Vicio Perpetuo. Vicio Perfecto” que dirige el destacado poeta y narrador Julio Benavides Parra.
Basta mencionar que en esta antología figura el nombre del literato y profesor Eduardo González Viaña, internacionalmente conocido por sus grandes novelas, para ver con mucho respeto y seriedad este libro. Con él aparecen otros 32 autores, entre los cuales hay quienes enaltecen a la literatura peruana.

El cuento de Rosas Padilla versa sobre sus andanzas y travesías con el mejor amigo que tuvo en su adolescencia y parte de su juventud. Con este cuento, él quiere rendir un homenaje a la amistad.
Tanto el título del cuento como el nombre de su autor es mencionado en un excelente y acertado comentario que hace Winston Orrillo, quien es Doctor en Letras. Profesor principal de las universidades de San Marcos y San Martín de Porres. Premio El Poeta Joven  del Perú. Autor de más de 20 libros de poesía, 10 de ensayos y 3 de cuentos. Periodista profesional colegiado.

Orrillo, quien también publica un cuento en la mencionada antología titulada LA NUEVA OLA, escribe: “Uno de los temas que más sobresalen (en la antología) es el de las reminiscencias de la etapa escolar y de la recién abandonada infancia,  vigente en textos como los de Jorge Luis Roncal “La Promo”,  o en el excelente de Mario Guevara Paredes, “Patrick”, y, asimismo, en “La moneda”, de Luis Fernando Cueto, o el de Javier Gonzalo Bernal  Aguedo, “Mi ropa de domingo” y “Mi amigo Aldo” de Héctor Rosas Padilla.
En otra parte de su comentario Orrillo dice: “Otra  virtud del libro que reseñamos, es que arremete contra el odioso centralismo capitalino, e incluye textos de autores de Ayacucho, Arequipa, Huancavelica, Cusco, Caraz, Cañete (tierra de Rosas Padilla), Chimbote, Cajamarca, Piura, La libertad, el Callao, entre otros puntos del vasto territorio nacional”.

“Y, además, muy bien que se ponga la obra de los consagrados junto a la de los bisoños: esto les enseñara mucho a los nuevos narradores, y servirá, asimismo, para hacer más ubérrimo el panorama de la prosa ficción que no por gusto, sea como fuere, ya nos ha dado un Premio Nobel”, termina diciendo Orrillo.
Héctor Rosas Padilla, cuyos escritos difundimos a través de este blog, estudió periodismo en San Marcos de Lima. Es autor del poemario “Cuaderno de San Francisco”, y del libro de ensayos “La educación y los hispanos en los Estados Unidos de América”, publicado por la editorial Palibrio. Ha obtenido importantes premios en poesía y fotografía. Figura en varias antologías poéticas mundiales y ha sido entrevistado por la cadena de televisión UNIVISIÓN.
 

PERSONAS DESAPARECIDAS



Por: Jorge Cuba Luque   
Fuente: CUENTOS PERUANOS CONTEMPORÁNEOS

Una cosa es verlo en una película o leerlo en los diarios o en un libro, pero otra y muy distinta es cuando uno se levanta una mañana para ir a trabajar y no sólo no encuentra a su mujer en la cama, sino que tampoco encuentra ni sus vestidos ni sus cosméticos ni nada de ella, como si nunca hubiera vivido en la casa y lo único que a uno se le ocurre hacer es dar una sonrisita nerviosa diciéndose a sí mismo que se trata de una broma pesada y que en cualquier momento todo volverá a la normalidad. Fue exactamente lo que me ocurrió a mí hace ya un buen tiempo cuando, luego de una noche de un sueño muy pesado, desperté a día siguiente y mi mujer no estaba; primero creí que había tenido que salir de la casa por alguna urgencia extrema, pero inmediatamente pensé ofuscado que tenía un amante y había decidido irse con él dándome antes un somnífero pero ¿y sus cosas?, ¿cómo habría tenido tiempo para llevarse todas, lo que se dice todas sus cosas, desde los libros y discos que ella misma había comprado hasta sus vestidos, sus zapatos, su cepillo de dientes y, por supuesto, su ropa interior, incluidos unos calzoncito sexys que le había regalado en su último cumpleaños.
A pesar del desconcierto, la confusión y el enfado que sentía, tuve que apresurarme en salir a la oficina porque tenía una cantidad bárbara de trabajo acumulado que de ninguna manera podía aplazar. En el trayecto, en un taxi decrépito pero veloz, intentaba vanamente una explicación. Yo sabía muy bien que había habido muchos casos de gente que ha desaparecido sin dejar el menor rastro y jamás se ha vuelto a saber nada de ella; en algunos países vecinos esto ha ocurrido de manera sistemática e incluso, sin ir muy lejos, aquí en Lima, ha habido trabajadores y estudiantes que se esfumaron misteriosamente y de quienes nunca más se ha vuelto a tener la menor noticas. Pero estas desapariciones —en las que nunca me interesé— estaban de alguna manera relacionadas unas con otras, y además las personas desaparecidas habían sufrido previamente amenazas y persecuciones, pero no era este el caso de mi mujer (su nombre me lo callo para evitar posibles complicaciones a quienes la hubieran conocido); ella era una mujer que no se complicaba la vida con problemas que no le concernían personalmente, igual que yo, y es por esto que su desaparición me intrigaba aunque no descartaba del todo que, como ya lo he dicho, me hubiese abandonado.
Decidí mantener lo ocurrido en secreto, así que en la oficina me comportaba de la manera más natural posible, sin mostrar el menor signo de inquietud; nadie me preguntaba por mi mujer, es más, cuando charlaba con mis compañeros y hacíamos referencia a fiestas o reuniones del pasado, yo aparecía siempre solo, no obstante que yo recordaba perfectamente haber ido con mi mujer. Sin embargo, opté por tomar esta desaparición de la manera más favorable para mí sin que esto significara, por cierto, que olvidara que una persona había desaparecido. De esta manera, después de mucho tiempo, pude empezar a ahorrar cada mes algo de mi sueldo (mi mujer no trabajaba, era yo quien solventaba los gastos de la casa) y, también, a disfrutar de una inesperada soltería: a menudo bebía más de la cuenta y regresaba a casa embriagado, tuve algunas aventuras amorosas, me echaba a vagar sin ton ni son por la Colmena, sorteando una multitud de vendedores ambulantes y, a veces, en la plaza San Martín o en la Dos de Mayo, me detenía absorto a contemplar una manifestación de obreros quienes terminaban, por lo general, siendo perseguidos y apaleados por la policía y, al final, todos los que estábamos por ahí en ese momento nos íbamos corriendo empapados por los chorros de agua de los carros antidisturbios.
Las semanas se fueron pasando y yo no hacía nada por tratar de ver a mi mujer; verdad que ya no nos amábamos como antes, pero en cierta forma creo que con mi silencio y pasividad estaba aceptando el hecho de su desaparición, ya no sólo física, sino también la de su recuerdo, y quién sabe si era yo mismo, actuando así, el que la estaba haciendo desaparecer cada día más irremediablemente, como seguramente ocurría con que habían desaparecido antes, pero de los que nadie se atrevía a hablar.
Por motivos de trabajo últimamente había estado pasando muchas horas a solas con la gerente de ventas de la empresa y, aun cuando soy un simple empleado administrativo, noté que le agradaba y le resultaba interesante y que ella, a pesar de ser unos quince años mayor que yo, también me agradaba e interesaba. No voy a hablar aquí de nuestra relación (baste decir que fue apasionada), pero sí diré que fue la única persona en la que pude confiar luego de la desaparición de mi mujer, sobre todo a partir de una tarde húmeda y gris cuando, mientras recorríamos a pie la interminable avenida Arequipa, me contó que el abogado de la empresa había desaparecido hacía tiempo pero, aparentemente, nadie lo había notado o nadie quería hablar del tema. Le conté entonces lo de la desaparición de mi mujer y de pronto empezamos a recordar a personas a las que ya no veíamos más,  como el camarero del Cordano, ese viejo y silencioso bar casi oculto a espaldas del Palacio de de Gobierno, o el vendedor de diarios de la esquina de la oficina, o aquel periodista tan simpático que trabajaba en la televisión, y otros más, todos como si se hubiesen perdido para siempre en la bruma del invierno limeño.


Quizás fue cobardía, pero ni ella ni yo queríamos arriesgarnos a desaparecer de un momento al otro, así que cuando me propuso irnos del país acepté de inmediato. Ella compró los pasajes de avión y además llevaba un dinero con el que viviríamos unos meses, mientras encontrábamos trabajo. A modo de despedida decidimos tomarnos una copa en el Cordano; como yo salí primero de la oficina, me adelanté y fui a esperarla. Cuando pasó una hora y no llegó me inquieté por su tardanza, y cuando pasaron dos salí corriendo a buscarla, presintiendo lo peor. En la empresa, todos, incluida su secretaria, me dijeron que no la conocían ni sabían quién era ella; fui luego a su casa y encontré que ahora vivían dos ancianos con los que era imposible hablar. Desde ese día no se ha comunicado conmigo, y de mi parte no tengo cómo ubicarla.  Yo me quedé con mi boleto de avión, pero, la verdad, no sé qué es lo que debo hacer ni a quién acudir; no sé si embarcarme en el próximo vuelo o quedarme aquí y esperar a desaparecer en cualquier momento, mientras los demás siguen como si nada. 

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