La Voz

Jorge Cuba Luque
Al principio pensé que eran sueños o los residuos de mis sueños poco antes de despertar pues escuchaba la voz solo por las noches o muy temprano por las mañanas. Luego pensé que era Miriam que hablaba dormida: varias veces velé su sueño discretamente, fingiendo que dormía a su lado pero igual, la voz irreconocible me llegaba solo a mí, sin que mi mujer lo notara.
La voz se convirtió en una presencia constante cuando empezó a hablarme durante el día, a cualquier hora, en la calle, en el autobús, en el trabajo o cuando estaba con los amigos. No puedo decir que era una voz desagradable o que me causaba miedo, no, solo que era extraña y que me mortificaba ignorar su origen y su propósito. Por supuesto que también pensé que podía estar padeciendo un trastorno psicológico, por lo que opté por ir a consultar a un especialista pero luego de dos o tres consultas dejé de verlo pues no hacía más que preguntarme por mi infancia y por el estado de mi relación con Miriam. No perdí el tiempo confesándole que para mí la voz era tal vez un llamado, una voz que quería confesarme un secreto.
Desde un principio decidí no comentar el asunto con nadie, ni con Miriam ni con mis amigos más cercanos, ¿qué podría haberles dicho?, ¿“escucho una voz”? ¿Para qué, para que se rieran de mí? Una de las primeras estratagemas que se me ocurrió para llegar a la verdad escondida de la voz fue la de tener siempre conmigo una grabadora de bolsillo: de esa forma, cuando la voz me hablara, la pondría en marcha y grabaría el sonido de la voz. Pero debí suponer que la voz era inaprehensible y que no estaba compuesta de ondas sonoras. Luego creí que la voz, como toda voz, me hablaba en algún idioma: me inicié entonces en  el estudio simultáneo de distintos idiomas, agrupándolos en familias lingüísticas: lenguas latinas, germánicas, eslavas, etcétera, incluidas las lenguas muertas y los artificios lingüísticos como el esperanto. El resultado fue siempre nulo, pero no me di por vencido.
La voz marcó un cambio profundo en mi existencia, cambio que en un primer momento nadie notó pues, salvo yo, todos los demás eran ajenos al secreto inaccesible de su llamada. Quizás fue Miriam la única persona que pudo haber sabido lo que me ocurría: varias veces me sorprendió despierto, absorto en la obscuridad de la madrugada en los instantes precisos en los que escuchaba el mensaje cifrado de la voz. “¿Qué te sucede?” me preguntaba aferrando su cuerpo al mío y yo le respondía amándola que todo estaba bien, que solo se trataba de un insomnio ocasional: ella me creía y se tranquilizaba hasta que unas cuantas noches después la escena se repetía, y Miriam me preguntaba entonces si se trataba de otra mujer y yo respondía que no y que no me pasaba nada, aunque nadie pierde el sueño por nada. No le era infiel pero de alguna manera sentía que engañaba a mi mujer guardándome solo para mí algo que había alcanzado a ser esencial en mi vida. No le dije nada, y la voz fue asfixiando nuestro amor sin que yo hiciera algo por evitarlo. Poco a poco, conforme se fueron haciendo más frecuentes los llamados de la voz, una brecha fue creciendo entre Miriam y yo: su simple presencia empezó a molestarme, sobre todo cuando me hablaba al mismo tiempo que la voz. Decidí abandonarla.
Cierta vez, en la oficina, ocurrió algo que hizo que el corazón me diera un vuelco: contesté el teléfono y desde el otro lado de la línea la voz me dijo que quería verme por la noche y que fuera a buscarla…colgó antes que pudiera pronunciar una sola palabra. Era apenas mediodía pero me fue imposible concentrarme en mis tareas, mi mente se había alejado de la oficina como se alejaba de todo lo que no estuviera directamente relacionado con la voz. Al salir del trabajo lo que se me ocurrió fue ir al bar más próximo y esperarla, oyendo vigilante las conversaciones a mi alrededor. Pasaron unas cuantas horas sin que la voz surgiera de entre las otras voces que se hablaban al mismo tiempo sin decirse verdaderamente nada no fuera la repetición de palabras vacuas. Pero nadie llegó a la cita, había sido una espera inútil, acaso una prueba a la que me sometía la voz para tener derecho a ella. Era muy tarde cuando salí del bar y me eché a andar a mitad de la noche por las calles del centro sin otra idea en la mente que la de encontrar la voz, ajeno a las furtivas siluetas que cruzaba en el camino mirándome con odio o con tristeza, como si quisieran decirme algo.
Por entonces ya me había separado de Miriam y vivía solo, así que le daba a mi pesquisa todo el tiempo que podía. Por otro lado, mi comportamiento en la oficina cambió de manera notoria pues dejé de ser un tipo conversador para devenir un individuo taciturno que podía pasarse horas sin dirigirle la palabra a nadie. Varias veces ocurrió que durante una reunión de trabajo en la que tenía que dar un informe o una opinión me sentía de pronto absorto, ausente del momento que vivía, capturado por la voz: mis compañeros me miraban sorprendidos o asustados, persuadidos de que algo grave me sucedía. Los llamados de la voz se fueron haciendo más y más frecuentes, sobre todo cuando estaba en la oficina por lo que descuidé mi trabajo y un día me despidieron.
Solo y sin trabajo pude por fin consagrarme exclusivamente a tratar de encontrar la voz. A mis estudios de idiomas se añadió la tarea de permanecer horas interminables en lugares públicos donde hubiera mucha gente: pensaba que podría reconocer al emisor de la voz y que él (o ella) se presentaría ante mí y me revelaría su mensaje…también esta tentativa fue infructuosa. ¿Cuánto tiempo tendría que esperar aún? ¿diez meses? ¿tres años? Poco me importaba.
Un día pensé que tal vez era la casa en la que vivía la que me impedía acceder a la voz: una construcción moderna y anodina en un barrio cualquiera de esta ciudad de cielo gris. Solía permanecer despierto casi toda la noche, sentado en un viejo mueble en medio de la sala con las luces apagadas, mientras los ruidos de la calle llegaban como amortiguados. Era entonces cuando surgía la voz y me hablaba durante fugaces minutos con su ya habitual tono cálido y lejano al mismo tiempo sin que yo pudiera descubrir nada de ella. Tras algunos meses en esa casa sin alma me instalé en casa de mis padres en un barrio cerca del mar; pensé que allí, donde había pasado mi infancia, la voz se me revelaría en toda su magnitud. Los primeros meses me dieron muchas esperanzas: escuchaba la voz a diario y con gran nitidez, sobre todo en las noches de luna. Desgraciadamente, pronto también empecé a tener problemas: mis padres empezaron a acosarme para que buscara trabajo e, incluso, para que volviera con Miriam; me pedían además que les explicara por qué me quedaba de pronto silencioso, contemplando la nada. Explicarles lo de la voz habría sido una pérdida de tiempo, un desatino que me habría valido que me trataran de perturbado mental. Como me lo temía, mi relación con mis padres se envenenó y, una noche, dejé la casa.
Dejé la casa de mis padres pero no dejé aquel barrio. En una de mis caminatas por el malecón había observado un promontorio que era casi una pequeña cueva, un lugar en el que podía permanecer a salvo de las inclemencias del tiempo pero, sobre todo, libre de todo lo que pudiera perturbar mi búsqueda del mensaje de la voz. Allí me instalé. Poco a poco acondicioné aquel cobertizo hasta convertirlo en el refugio donde, estaba seguro, me encontraría plenamente con la voz. Empecé por deshacerme de toda la basura acumulada en la cueva por el abandono: desperdicios arrastrados por el viento o traídos por gatos o perros sin dueño, y también por anteriores ocupantes de este albergue, hombres sin vivienda o tal vez individuos como yo, que en algún momento buscaron la voz. Me hice una cama con unos cartones que recogí en los alrededores, encontré un sofá desvencijado y un lamparín a kerosene. Una vez acondicionada mi “casa” decidí salir lo menos posible. Escuchaba la voz con frecuencia, cada vez más claramente.
Vivo aquí desde hace un par de meses, escucho la voz varias veces al día y me parece haber encontrado por el fin el sosiego. La barba y el cabello los tengo muy crecidos, la única ropa que tengo es la que llevo puesta ¿para qué más? En cuanto a comer, no es un problema para mí: cerca de aquí hay un vertedero de desperdicios y ahí suelo encontrar alimentos aún en buen estado o, si no, a veces, junto a otros hombres voy muy temprano a un mercado cercano a pedir que nos regalen comida. Dos o tres veces ha venido Miriam  a tratar de hablarme, pero no le he permitido acercarse a mi refugio: ha venido sola, ha venido con mis padres, ha venido con un viejo amigo mío. La última vez los ahuyenté a pedradas.
Sé que pronto me encontraré con la voz. Además he conocido a  algunas otras personas que también viven por aquí: viejos y jóvenes; no nos hablamos, nos saludamos con un gesto al encontrarnos por la mañana cuando vamos a buscar  comida. Mirándolos a los ojos sé que ellos, como yo, escuchan y esperan la revelación de la voz, y eso me reconforta, me hace sentir que no estoy solo y, sobre todo, que la voz existe. Algunas noches nos reunimos en silencio, sin acuerdo previo —somos diez, doce, quince, cada vez más—a escuchar la voz que parece emerger del rugir del mar, mientras contemplamos las lejanas luces de Lima, ignorante de nuestra espera.
De Colmena 624. Relatos (Arteidea, Lima 1995).
Fuente: Periodicoirreverentes.org

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