Por: Néstor Rubén Taype
Don Jairo era más bien un setentón de contextura gruesa, alto, lucia muy saludable pese a su edad y aunque se
notaba que el cabello no lo había abandonado totalmente, en la peluquería
optaba por la rapada total. Disciplinadamente llegaba muy temprano al
lugar de su trabajo, una empresa en los suburbios de Nueva Jersey. Siempre estaba allí media hora antes, de pie
en su puesto de empacador. Era un excelente trabajador muy comprometido con su labor
y trataba de brindar un buen desempeño sin escatimar esfuerzo. Muy querido,
tenía varias señoronas que ente broma y broma lo celaban jocosamente,
mandándose indirectas de quien era la beneficiada de su preferencia. Como buen
viejo era muy conservador en la relación
con sus compañeros y algo renegón cuando solían hacerle preguntas muy
personales como si tenía nietos, de que país era o cual era su edad. Pero Don
Jairo tenía una debilidad, el hombre rudo que a pesar de sus años era muy
rápido cuando se trataba de paquear un orden urgente; no podía evitar los
sentimientos que le provocaba una dama
que lo hacía sentir como un adolescente. Rosaura era la culpable que aquel
varón no pudiera siquiera disimular el tremendo remezón que le provocaba cada vez
que ella se acercaba a saludarlo por las mañanas, y su paso durante el día a
recoger las ordenes de trabajo. Ella era una mujer nacida allá por los mares
del caribe, buenamoza y otoñal mujer. Alegre, con algunas libras como cuota adicional que denotaba en ella una voluptuosidad agradable a los ojos masculinos,
todo lo de ella era voluminoso y perturbador. Salerosa como buena caribeña,
bastaba un chin de música para que su
cuerpo se pusiera en movimiento y los contorneos comenzaran por una salsa,
bachata o un rock de los setenta.
Era pues esta mujer la causante de despertar
los impulsos masculinos más profundos propios de un acérrimo y fiel enamorado
como don Jairo. Lo paradójico era lo inútil que resultaba para él evitar piropearla o soltarle las flores más
coloridas de su verbo cada vez que ella se acercaba. Muchas veces sin interesarle si ella lo
escuchara o no, pues podía pasar muy rápido sin haberle prestado mayor
atención. Para él lo más importante era lo que decía de corazón y quizás escucharse así mismo;
de haber adornado con sus propios suspiros justificadamente a su amada. Rosaura
divorciada tres veces, disfrutaba de su vida de soltera y sin hijos.
Autoproclamada de contar con un carácter nada fácil, decía en sus
conversaciones coloquiales que no le importaba que la jodan, pero para joder,
era ella sin duda, buenísima y echaba a
reír a carcajadas. Sin embargo no era ajena a los galanteos del hombre maduro,
y se preguntaba porque la escogió a ella y no a otras. En contraste, don Jairo tenía
amistad con una hondureña, que no guardaba ninguna afinidad con la boricua, es
más, se diría que se odiaban. El problema para don Jairo se suscitaba cuando
ambas coincidían en su área, como era costumbre la que llegaba primero, así sea
por un paso, era la que se quedaba. Sin embargo a pesar de tener una fuerte y
seria amistad con la hondureña, su relación era de totalmente opuesta a la de
la boricua. Jamás le decía ni por cortesía alguna frase agradable, que no
pasara de “bruja” y ella de “viejo desmemoriado”. Así paso el tiempo, con el
amor platónico y desbordante hacia la boricua y la amistad inefable de “yo te
quiero” “yo tampoco” con la hondureña. Un buen día don Jairo sufrió un desmayo
en el trabajo producto de un infarto. Fue llevado de emergencia al hospital de
la ciudad, su caso estaba en observación, se temía una parálisis parcial de su
cuerpo. Don Jairo inconsciente de pronto se vio en su sueño totalmente sano,
estaba en la ventana de un hotel observando
el hermoso paisaje del mar. Detrás de él estaba la cómoda cama testigo del
encuentro con su amada. Los recuerdos de aquella noche habían sido inolvidables,
mágicos como el sueño cumplido de un adolescente. El abrazo de ella como cuando
lo hacía muchas veces para saludarlo en aquel warehouse se repetía, pero, esta vez era total, eterno, y los unió como
dos ríos en un solo caudal; y el viejo bramó
como un lobo cuando las aguas desembocaron en el aquel inmenso mar. Sumido en
aquellos gratos recuerdos miraba fijamente a una lancha solitaria en aquella
playa, de pronto sintió las manos de
ella sobre sus hombros que lo acariciaba suavemente. Él
inmediatamente tomó las suyas y escuchó – ¿cómo te sientes? - Don Jairo despertó, abrió lentamente los ojos
y la visión no era clara, poco a poco se fue despejando y aquella figura
borrosa frente él comenzó a tomar forma,
era sin duda Rosaura.
No había playa alguna, era un cuarto en que el color blanco predominaba. Había varias
personas conocidas a su alrededor que le
regalaban sonrisas y gestos amigables, pudo distinguir en la pared un cuadro con el
rostro de una enfermera que colocando su dedo índice frente a sus labios hacia el gesto de hacer silencio y recordaba
haber visto uno de niño en su país natal.
De pronto escuchó la voz nuevamente - ¿Cómo se siente don Jairo? - la inigualable voz de ella, la del sueño, la
de su amada Rosaura. Ella prosiguió – Estábamos muy preocupados y asustados por
su súbito desvanecimiento, ¿cómo se siente usted ahora? – Volvió a insistir -
yo, feliz, muy feliz, ha sido maravilloso – dijo mientras trataba de enlazar
bien las frases que soltaba con dificultad,
esbozando una mueca que trataba de ser una sonrisa. Todos se miraron
extrañados por la respuesta. Para Rosaura nunca le fueron ajenos los latidos
del afligido corazón de don Jairo hacia ella, y lo sobrellevaba con tolerancia.
Al mirar los ojos de don Jaime allí acostado y relajado dándole una mirada
mezcla de agradecimiento, adoración y malicia, Rosaura sintió una acorazonada y
casi como una campanada llegó a sus pensamientos un susurro y se dijo – este
viejo se soñó conmigo -.Pueden leer:
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