CABALLOS DE MEDIANOCHE

Autor: Guillermo Niño de Guzmán ...


Había vivido y trabajado solo con la Soledad, mi amiga, y en las tinieblas, en las noches y en el silencio durmiente de la tierra había contemplado un millar de veces el sonido de sus oscuros caballos  arribando. Y había velado la muerte de mi hermano y de mi padre en las oscuras vigilias de la noche y, cuando, a su hora, llegó la figura de la Muerte orgullosa, yo la había reconocido y amado.

 Thomas Wolfe, From Death to Morning


–No me gusta el agua –dijo ella, y dibujó un mohín con los labios–. No me gusta nada. –¿Cómo que no te gusta? –repuso él, mientras la sostenía al borde de la tina–. A las niñas buenas les gusta el agua y se bañan todos los días. –Yo no soy una niña buena. –¿Conque no eres una niña buena? Entonces, ¿se puede saber qué clase de niña eres? Porque si no eres una niña buena tienes que ser una niña mala... –Ah, no –elevó la voz–, eso sí que no. Yo no soy una niña mala. Yo no... –Bueno –la interrumpió él–, si no eres una niña mala te vas a meter al agua ahora mismo. Y sin protestar. –Está fría. No quiero. –Caramba, no está fría. Ven, dame la mano. Ella dudó un instante antes de tendérsela. Él tomó aquella mano pequeña y blanda como si se tratara de un pez vivo y la sumergió en el agua. Ella dio un ligero respingo e intentó sacarla, pero él no se lo permitió. 
–¿Ves? No está fría. Ella se entretuvo batiendo el agua y pronto deslizó la otra mano. –Señorita –dijo él–, no hemos venido aquí para un baño de manos. Así que usted va a entrar al agua de una vez, le guste o no le guste. Ella lo miró y frunció los labios. –No me digas así. –¿Cómo? –Que no me digas señorita. No me gusta. –A usted no le gusta nada. Nunca he conocido una niña tan difícil. –Es que no me gusta que me digas señorita. No soy tan vieja. El hombre la miró divertido y empezó a reírse. Sin embargo, su risa se apagó de repente, interrumpiéndose con un bufido sordo. Inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con ambas manos. –¿Qué te pasa, papi? –Nada, nada. ¿Dónde dejé mi vaso? –Ahí está –apuntó ella bajo el lavatorio. El hombre recuperó el vaso y bebió lo que quedaba de un solo sorbo. –Bueno –anunció–, o entras por las buenas o entras por las malas. ¿Qué prefieres? Ella lo observó durante varios segundos, midiendo la firmeza de su resolución. –Está bien –dijo, bajando la vista. Él aprovechó su distracción para hacerle cosquillas y, mientras ella estallaba en carcajadas, la levantó en vilo y la metió dentro de la tina. –¡Ay! ¡Está fría! –Vamos, no seas teatrera. El agua está tibia. Ahora quédate quieta que voy a llenar mi vaso.
Cuando regresó ella ya se había acostumbrado a la temperatura del agua. Él cogió el jabón y le restregó el cuerpo sin prisa, haciendo abundante espuma.  –Qué chiquita más cochina... Tienes barro en las orejas. ¿Dónde has estado? –En el parque, jugando a las escondidas con Tito –explicó ella. –¿Tito? ¿Quién es ese sujeto? Usted todavía está muy mocosa para andar con novios. –Tito no es mi novio. Es mi amigo. El chico del piso de abajo.  –¿Muy amigo? Ella asintió. –Hum... Eso suena algo sospechoso. Cierra los ojos que te voy a enjuagar el champú. –Listo –dijo él, envolviéndola con la toalla–. Ahora sí pareces una niña decente. –Oye, no me frotes tan fuerte. Me haces daño. –No seas exagerada. A ver, alza los brazos. Date la vuelta. Hay que secar bien el potito. Otra vuelta. Ahora la cosita, siempre tan meoncita. Cuidado que te resbalas. Cuando terminó le dio un beso ruidoso en el ombligo y ella soltó un gritito nervioso. Luego la llevó al dormitorio, donde le puso el pijama y la acostó. –A dormir se ha dicho, jovencita. Se agachó y la besó en la mejilla. –Pica tu cara –se quejó ella–. ¿Por qué no te has cortado? –Afeitado, querrás decir –le corrigió él, palpándose la barba desordenada y copiosa de varios días. –Pareces un oso feo.
–¿Sí? ¿Tan feo? –dijo él con voz distraída. Luego se incorporó y dio unos pasos vacilantes por la habitación. –¿Vas a salir, papi? –¿Salir? No, no. ¿Dónde diablos he puesto mi vaso?  –Lo dejaste junto a la tina. –Sí, claro. Qué memoria. No me acuerdo de nada.  El hombre se dirigió al baño. –Será mejor que duermas –dijo, volviendo al cuarto.  –No tengo sueño. Él agitó el vaso, haciendo tintinear los cubos de hielo. –No me gusta eso que tomas –dijo ella. –¿Cómo lo sabes? ¿Acaso lo has probado? Ella encogió la nariz. –Es amargo, horrible, peor que mi jarabe. Casi vomito. –Bien hecho. Eso te pasa por curiosear donde no debes. Ahora, señorita, voy a apagar la luz. –Ya pues, no me digas señorita. –Se acabó la charla. Es hora de dormir. –¿Te duele la cabeza, papi? El hombre había cerrado con fuerza los ojos. –No es nada –dijo, haciendo un gesto de poca importancia–. Me duele un poquito la cabeza. Ya pasará. Hasta mañana. –Papi. –¿Qué? –No te vayas. Él se acercó y se sentó en el borde de la cama. –Es tarde, jovencita –le dijo mientras le revolvía la suave madeja de su cabellera negra–. Tienes que dormir.  –¿Y tú?
–Yo también. Ya me voy a acostar. –Mentira. –¿Le llamas mentiroso a tu padre? –Anoche no te acostaste. –¿Anoche? –Sí. Tenía sed y me levanté para tomar agua y entonces te vi despierto en la sala. Estabas junto a la ventana, con tu vaso, mirando la oscuridad. Y esta mañana cuando me levanté para ir al colegio todavía seguías ahí. –Seguramente me había levantado temprano. –No, porque estabas despeinado y olías feo cuando fui a darte un beso. No te habías lavado los dientes… –Caray, por lo visto no se te pasa una. Le dio un beso en la mejilla y ella se colgó de su cuello y lo atrajo hacia sí. –¿Me das un beso como en las películas? –le susurró en el oído. El hombre lanzó una carcajada. –Como en las películas, ja... ¿Y cómo es eso? Yo no sé. –No te hagas... –Si no me hago… –Ya pues. –Con una condición. –¿Cuál? –Te duermes de una vez. –Con una condición –dijo ella. –¡Qué! ¿Tú también quieres poner condiciones? Así no vale. – Intentó deshacerse de su abrazo, pero ella lo retuvo y acercó sus labios y los oprimió contra los de él.
–Hiciste trampa –dijo él, retirando la boca poco después. Ella se limitó a mirarlo en silencio. –Papi –dijo al cabo de un momento. –Dime. –Papi –vaciló ella–. Papi, quiero dormir contigo. –No creo que sea una buena idea –dijo él, desprendiéndose de su abrazo. Recogió el vaso que había dejado sobre la mesa de noche y bebió un trago. –Hace mucho tiempo que no dormimos juntos. –Sí, pero esta noche quiero dormir contigo. –No, esta noche no. Ella murmuró algo ininteligible y desvió la mirada. –No seas renegona. Te vas a volver fea. Ella permaneció en silencio. –¿Al menos puedo saber por qué quieres dormir conmigo esta noche? –dijo él, buscando sus ojos. –Tu cama es grande –balbuceó ella. –Es verdad –dijo él–. Mi cama es grande, quizá demasiado grande. Pero esa razón no basta. Ella hundió la cara en la almohada y él le rozó la nuca con la yema de los dedos. –¿Y bien? Ella miró la pared y dijo: –Es que tengo miedo.  –¿Miedo? –repitió él–. ¿De qué? –No sé –gimió ella–, pero tengo miedo. –Puedo dejarte la luz encendida. –No, no es eso. –Vamos, no hay por qué tener miedo. Ella se volvió hacia él. Sus ojos brillaban como dos esferas ardientes.
–No te preocupes, jovencita –dijo el hombre en voz baja–. Estás conmigo. Estamos juntos. Siempre vamos a estar juntos los dos. Sabes, eres una chiquilla muy linda y te quiero mucho. Ven, abrázame. –Yo también te quiero mucho. –¿Solo mucho? –Mucho-mucho-mucho. –¿Cuánto es mucho-mucho-mucho? –Es un montón, algo muy grande. –¿Qué tan grande? Ella lo pensó. –Como ir de aquí hasta la luna –dijo finalmente. –Eso me gusta –dijo él–. Está bien, tú ganas. El hombre la alzó y ella apresó su torso con ambas piernas. Salieron al pasillo y entraron en la habitación de él. –¿Ahora podrás dormir? –le preguntó mientras la acomodaba entre las sábanas. –Si tú te quedas… –Hazme sitio –dijo él y se echó junto a ella. –¿Vas a ir a tu trabajo mañana? –Claro. –Hoy no fuiste. –¿Quién te ha dicho que no fui? –¿Y ayer? Ayer tampoco fuiste. Lo sé porque te olvidaste de ir por mí al colegio y la Miss Rita llamó a tu oficina y le dijeron que hacía varios días que no ibas. –Caramba, pareces una esposa gruñona. ¿Cuál es la Miss Rita? ¿Esa flaca alta con cara de hueso chupado? Ella se rió. –Sí, esa es.
–Pues habrá que decirle que no meta las narices donde no le importa. ¿Dónde está mi maldito vaso? –Se quedó en mi cuarto. –Bah… –¿Te sigue doliendo la cabeza? –¿Quieres dormirte ya? –dijo el hombre, levantándose bruscamente–. Estoy comenzando a hartarme. –Papi –dijo ella con suavidad y le aferró la mano.   


Ella dormía con la boca levemente entreabierta. Podía sentir su cuerpo tibio, el ritmo sosegado de su respiración. Le gustaba velar su sueño, pero no quería correr el riesgo de que se despertara. Un rato después se apartó con cuidado y salió del cuarto.  Se sirvió un nuevo trago, bebió un largo sorbo y se aproximó a la ventana. La ciudad se emboscaba en la vasta penumbra, debajo de un reguero de puntos luminosos.  Lo peor eran las punzadas en las sienes. Todo empezaba con un rumor lejano que iba en aumento hasta convertirse en un tumulto que estremecía las paredes de su cráneo. El dolor oscilaba como la marea que se encrespaba y rugía por la noche. Una fuerte brisa subió desde el acantilado, trayendo un olor rancio y pesado que impregnó sus fosas nasales y se estancó en el aire. El hombre miró la calle que se estiraba veinte pisos abajo como una lengua húmeda y brillante. Había llovido y el asfalto mojado reflejaba las luces del alumbrado. Jirones de niebla se deslizaban como fantasmas extraviados. Fue al baño y se roció la cara con agua fría. Un individuo de tez pálida le devolvió una mueca en el espejo. Tenía la barba hirsuta y los ojos
enrojecidos de insomnio. Las venas latían bajo sus sienes y un espasmo le sacudió la columna vertebral. Se apoyó en el lavatorio y trató de contener los temblores. Por último, apretó los dientes con rabia y se lanzó contra ese rostro que se contorsionaba delante de él y lo hizo pedazos. Se le acababa el tiempo. Un hilo de sangre descendía por su frente. Abrió los armarios y vació los cajones del escritorio, atropelladamente, hasta que distinguió el paquete sobre una de las repisas de la biblioteca. Rasgó la envoltura, sacó los rollos de cinta de embalar y se dirigió al vestíbulo.  Durante los siguientes minutos se dedicó a cubrir las rendijas que había entre la puerta y el marco con la tira adhesiva, de modo que quedaran herméticamente cerradas. Repitió la operación en las ventanas de la sala, el comedor y las demás habitaciones. Al terminarse la cinta, usó unos trapos para sellar la puerta de servicio. Luego abrió la llave del gas. Exhausto, se tendió al lado de la niña, y oyó el estrépito de millares de cascos que retumbaban contra la tierra en una carrera desenfrenada. Se volvió hacia ella, la rodeó con su brazo y esperó. Ya se encontraban muy cerca. De pronto sintió que todo se le escapaba –la niña, el cuarto, su propio cuerpo– como un puñado de arena que uno se empeña inútilmente en retener. Fue entonces cuando los vio. Allí estaban las fauces furiosas, las orejas erectas y los belfos resoplantes, arremetiendo con un brillo salvaje en el centro de los ojos, relampagueando con el esplendor helado de una manada de caballos blancos desbocados en las tinieblas de la noche. (texto tomado del Blog: CUENTOS PERUANOS CONTEMPORÁNEOS.


Guillermo Niño de Guzmán nació en Lima, en 1955, y es una de las principales voces de la nueva narrativa peruana. Publicó su primer libro de relatos, Caballos de medianoche, cuando tenía 25 años, y en 1995, luego de una larga pausa, dio a conocer dos títulos: una novela histórica para jóvenes "El tesoro de los sueños" y el libro de relatos "Una mujer no hace verano". Escritor y periodista. Estudió literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en donde se graduó con una tesis sobre Ernest Hemingway, y luego se dedicó al periodismo.

Ha escrito guiones para el cine y televisión, y ha llevado a cabo una activa labor editorial. En 1985 obtuvo el primer premio en el certamen "El Cuento de las 1000 palabras" de la revista Caretas, y, en 1988, el premio "José María Arguedas" del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología.

El profesor suplente [Cuento - Texto completo.]


Autor : Julio Ramón Ribeyro

Hacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.
-¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no… ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la Universidad… eso depende de ti. Yo siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador… No señor, eso no está bien, soy el primero en reconocerlo. Tu puesto está en el magisterio… No lo pienses dos veces. En el acto llamo al director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta… ¡Y abrázame, Matías, dime que soy tu amigo!
Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor Valencia había llamado al colegio, había hablado con el director, había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.
Durante unos minutos, Matías quedó pensativo, acariciando esa bella calva que hacía las delicias de los niños y el terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico, impidió que su mujer intercala un comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió del oporto reservado a las visitas y lo paladeó sin prisa, luego de haberlo observado contra luz de la farola.
-Todo esto no me sorprende -dijo al fin-. Un hombre de mi calidad no podía quedar sepultado en el olvido.

Después de la cena se encerró en el comedor, se hizo llevar una cafetera, desempolvó sus viejos textos de estudio y ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano, sus colegas del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina.
A las diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la lección inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo seguía por el corredor de la quinta, quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia.
-No te olvides de poner la tarjeta en la puerta -recomendó Matías antes de partir-. Que se lea bien: Matías Palomino, profesor de historia.
En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección. Durante la noche anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hacía doce años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro de estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en evidencia sus conocimientos. Pero si no había podido optar al título de abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba siempre dentro de los límites de la profesión.
Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos cruzadas a la espalda.
En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en vano de identificar. Se disponía a regresar -el reloj del Municipio acababa de dar las once- cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo. Observándose con disimulo, hizo un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y Matías comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un gesto de absoluto vencimiento.
Un poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del colegio, sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asaltó: en ese momento no podía precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor Valencia, quien empleaba figuras semejantes para demoler sus enemigos del Parlamento. Confundido, abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina opuesta.
Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado otras muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginación, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, giró los ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed impostergable lo abrasaba.
Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes. En ese barrio residencial sólo se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó: alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo que no podía ser otro que el círculo del terror.
Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban girando, Matías se mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un árbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje.
Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto tiempo perdido, se lanzó al colegio. Con el movimiento aumentó el coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composición -que le recordó a los jurados de su infancia- fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.
A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.
-Por favor -decía- ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo están esperando. Matías se volvió, rojo de ira.
-¡Yo soy cobrador! -contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.
El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida, torció al parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel, estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.
Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se distraía. La realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio que su mujer lo esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tomó conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos.
-¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos?
-¡Magnífico!… ¡Todo ha sido magnífico! -Balbuceó Matías-. ¡Me aplaudieron! -pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.

Popular post