CONVERSACIÓN CON UN BURRO

 
 
Por Héctor Rosas Padillla
 
Ni bien llegué, cámara en mano, al rancho donde se iba a realizar la boda que tenía que fotografiar, me llamó poderosamente la atención un pequeño asno y un chivo que se hallaban cerca al patio donde se desarrollaría la ceremonia y la fiesta. ¿Qué no debería extrañarme la presencia de estos animales porque es común verlos a montones en los ranchos? Pero en este caso sí me impresionó verlos porque  estaban bien acaramelados, como si fueran dos enamorados. El asno tenía su cabeza puesta sobre la cabeza del chivo. Era como si les encantara estar así, pues ni se movían ni hacían nada por separarse. Nunca antes había visto algo igual, ni siquiera en mi infancia que tuvo bastante familiaridad con estas criaturas. “Esta muestra de cariño entre estos animales tiene que ser inmortalizada por mi cámara fotográfica”, pensé.  Me informaron que los novios tardarían en llegar, por lo que, presuroso, me dirigí al lugar donde se hallaban estas dos criaturas de Dios, como diría San Francisco de Asís. Empezaba a fotografiarlos a través de la alambrada que cercaba una parte de su corral, cuando en ese momento vi que el asno se aparta del chivo y se encaminaba directamente hacia mí. Se detuvo ante la alambrada y, para mi asombro, comenzó a hablarme: “¿Por qué estás tomándonos fotos? No creo que sea porque tengamos la pinta de Enrique Iglesias. Ah, ya sé, seguro es porque te ha impresionado el inmenso cariño que nos tenemos mi hermano el chivo y yo. Sí, mi hermano, porque ahí donde lo ves es macho como yo. Pero el cariño que nos tenemos es tan inmensurable que así siempre nos van a ver, como dos enamorados”. “¿Qué? ¿Un asno que habla?”, murmuré sorprendido a la vez que a vuelo de pájaro me fijé en su vientre y comprobé lo que me había dicho acerca de su sexo. “Sí, soy un burro que habla, que ha roto su silencio porque ya no se puede seguir callado ante tanto desamor y enemistad que existe entre los seres humanos”. “¿Qué puede usted saber don burro de lo que sucede más allá de este corral?”, le pregunté. Y me respondió: “En primer lugar, para tu información, no soy nuevo en este rancho, llevo aquí hace ya varios años. Al chivo y a mí nos separaron de nuestros padres cuando éramos “chavales” y nos trajeron a este lugar.  Ahora vamos a tu pregunta: mira, yo sé mucho más de lo que tú crees. Sé lo que sucede en este pueblo y también lo que pasa en el mundo porque cuando el capataz de este rancho viene a alimentarnos al chivo y a mí, no hace otra cosa que hablar, mientras nos ve comer, sobre los sucesos del día con la persona que lo acompaña. Yo paro las orejas nomás, y quedo horrorizado por las cosas que cuenta de las peleas, en nuestra ciudad, de hermano contra hermano, por no comulgar con las mismas ideas políticas. O de las guerras de un país con otro, por un pedazo de tierra. O acerca de la corrupción de las autoridades, sobre todo, las de Latinoamérica. Por lo que dice sobre la corrupción yo creo que las ciudades  latinoamericanas deben heder mucho más que mi hermano el chivo. Ah, también me entero de estas cosas por la televisión”. “Espere don burro ¿Cómo es eso? ¿Usted ve televisión? Pero si por aquí no veo ninguno de estos aparatos. Y no creo que le dejen entrar a la casa del patrón para que vea la televisión. No me imagino a un borrico sentado en un sofá”. “Aunque soy un burro, a mucha honra, te pido que no me llames así. Ya que estamos entrando en confianza trátame de tú y llámame Catalino, que es como me llaman aquí. Mira, en este lugar no verás ningún televisor, pero en la entrada de la casa del dueño de estos terrenos hay uno para que los peones se entretengan después de la jornada de trabajo. Como yo tengo la libertad de caminar por cualquier parte de esta propiedad, por las tardes, después de realizar mis labores, acostumbro echarme muy cerca a esa caja que habla. Por supuesto que no es para ponerme a llorar con algún personaje de alguna estúpida telenovela, sino para ver los telenoticieros o algún documental sobre animales. Me gusta mucho verlos. Así que no pienses que soy un burro desinformado. Burro seré, pero no un burro que desconoce el acontecer mundial, como sucede con los “chavos” de ahora que no saben ni lo que pasa ante sus narices, a pesar que todo el tiempo están con ese bendito aparatito llamado tableta que puede llenarles de tantos conocimientos útiles y positivos. Uno de esos jóvenes, me da pena decirlo, es el hijo del patrón. Tampoco creas que los de mi especie somos unos animales estúpidos porque parecemos tener pelo de tontos por nuestra serenidad, sencillez y paciencia de santo. También porque entre las criaturas de la tierra somos los que más “chambeamos”, digo, trabajamos”. Aquí le interrumpo a don burro, perdón, a Catalino, para decirle: “Sé que ustedes son los que más se rompen el lomo, no necesitas recordármelo. Es por eso que existe la famosa expresión “trabajas como burro”. “Sí, he ahí la razón por la que los humanos cuando alguien trabaja más de la cuenta le dicen “trabajas como burro”. Pero sabes, amigo fotógrafo, yo no estoy de acuerdo con esta expresión porque muchos de ustedes, los humanos, también trabajan tanto como nosotros. Pensándolo bien, creo que no estaría mal decir que los burros “trabajan como humanos”. Porque, a decir verdad, hay miles de individuos en este país que laboran de sol a sol, y otros miles que trabajan hasta más allá de la puesta del sol y los siete días de la semana, por un salario de hambre. Y también, muchos, por un trato humillante, según lo pude ver en mi anterior hogar donde el capataz era un abusivo y explotador. Unos trabajan hasta doble turno por necesidad y otros para aumentar sus cuentas bancarias, según le escucho decir al patrón, quien sostiene que por llevar este modo de vida muchos padres dejan de lado a su familia y no se envuelven en la educación de sus hijos. Y esto lo puedo constatar en este rancho. Hay algunos peones que se quedan en la luna cuando el patrón les pregunta en qué grado de estudios están sus hijos. ¡Qué vergüenza! Ni siquiera saben eso. Nosotros los equinos no trabajamos por necesidad ni por dinero. Lo hacemos por pasto y agua, y por un espacio donde podamos convivir con los nuestros y con los de otras especies. Para eso se ha hecho la tierra, para compartirlo con todos. Y por qué no, también trabajamos por un buen trato, porque como tú debes saber nosotros odiamos los malos tratos. Parecemos ser sumisos, pero no lo somos ni nos agrada que nos humillen como sí parece que a muchos humanos les gusta. Cuando alguien quiere obligarnos, por ejemplo, que caminemos por lugares que nos desagradan, nos plantamos y no damos un paso así nos muelan a palos. He ahí la razón  por la que se nos conoce como tercos. El chivo y yo tenemos la suerte de vivir en este rancho donde se tiene un gran respeto a los animales, y se les quiere mucho, tanto así como nos queremos él y yo”. Al mencionarme al chivo me entró la curiosidad de escuchar de boca de Catalino lo que desde el principio quería saber: ¿Por qué ese gran amor fraternal entre ellos siendo dos criaturas totalmente diferentes? Su respuesta no se dejó de esperar: “Porque hemos crecido en este lugar que ahora es nuestro hogar, y en los hogares, pienso, debe reinar el amor y la paz. Y si en los hogares no hay esto, podrán ser cualquier cosa, menos hogares. Tal vez peque de pacifista e idealista, pero es mi modo de pensar. También para demostrarles a todos los que siempre nos ven bien acaramelados que sí es posible la fraternidad aun en criaturas de distintas especies. Te cuento que al principio nos mirábamos con desconfianza y recelo, debido a nuestra gran diferencia física: Yo con dos orejotas, y él con dos pequeños cuernos y una barbita. Pero con el correr de los días, y tras ganarnos la confianza el uno del otro, comenzamos a encariñarnos. Ahora somos más que amigos, hermanos. Hermanos que felices comparten el mismo corral donde comen y duermen. Hermanos que solamente se separan cuando me sacan de este corral para realizar mis trabajos en este rancho, trabajos a veces bastante divertidos, como el de pasear a algunas de las hijas del patrón. Pero otras veces, bastante duros, como el de cargar leña o el pasto con el que se alimentan los caballos y las vacas que hay aquí”. Para saciar mi curiosidad le pregunto a Catalino qué hace el chivo mientras él suda la gota gorda. “Él, debido a su cuerpo menudo y frágil, está liberado de laborar, o sea, no hace nada, nunca ha hecho nada, solamente vive para comer, dormir y dar vueltas en este corral y, sabes, eso a mí no me molesta ni incomoda en lo más mínimo. Al contrario, me alegra que no lo utilicen para nada porque así siempre le tengo en el corral y cuento con su compañía. Ahí donde lo ves con su cara de malo es muy tierno conmigo. Cuando regreso muy agotado de trabajar él me acaricia con sus cuernos o pone su cabeza sobre mi lomo cuando estoy durmiendo”. “Ya que me hablas de tus tareas en este rancho ¿te gusta realizarlos o quisieras llevar la buena vida del chivo?”, le pregunté a Catalino. No necesitó pensarlo para decirme: “Los hago con gusto. Y así no me agraden tengo que hacerlo porque para eso los burros estamos en la tierra, para servir como bestias de carga y medios de transporte. ¿Conformismo? No creo, cada quien tiene tareas que cumplir, y estas son las nuestras. De esta manera también les damos una razón de ser a nuestra existencia y colaboramos con nuestros amos, especialmente con aquellos que no pueden adquirir máquinas para hacer trabajos mecanizados en sus parcelas”. “Catalino, tú solamente hablas de servir como bestias de carga y medios de transporte. Pero yo he visto que ustedes los équidos tienen capacidad para más”. “No quería decirlo para no parecerte jactancioso, amigo fotógrafo. Esperaba que tú me lo dijeras, tú que has tratado mucho a los de mi especie en tu infancia, según dices. Estás en lo cierto, nosotros no sólo poseemos capacidad para hacer más sino también, por si acaso, para entender mucho más que los caballos. Lo he demostrado muchas veces en este rancho. Además, somos más valientes que los caballos. Ellos son propensos a padecer ataques de miedo. Y cuando se asustan echan a correr y no hay quien los pare. En cambio los burros, como tú habrás visto, de miedosos no tenemos nada, como tampoco de insensibles. Nosotros, al igual que los perros, podemos leer los sentimientos de los humanos, o sea conocer su estado de ánimo. Y esto no lo sostengo yo, lo escuché decir en un programa televisivo, en uno esos que veo por las tardes para culturizarme un poco. También dijeron en ese programa que los equinos somos inteligentes, tanto como los perros, ratas y cerdos”. Ni bien llegó a este punto, le interrumpí a Catalino para decirle: “Estoy de acuerdo con lo que dijeron acerca de la inteligencia de ustedes los asnos, y yo puedo dar fe de ello. Nosotros tuvimos en mi pueblo una burrita que hacía cosas increíbles, como llevarnos por los caminos menos escabrosos y más directos a los lugares donde queríamos ir. Era como si hubiera sabido de nuestra prisa por recoger la leña o el pasto a fin de regresar lo más pronto posible a casa para ponernos a jugar. Una vez que la cargábamos con una de estas dos cosas, no necesitaba que volviéramos con ella. Por más largo y complicado que fuera el camino, solita llegaba a nuestro hogar, y todavía sacándonos ventaja por muchos minutos. Como sabía cuál era su sitio en nuestra propiedad, tomaba el caminito que la llevaba hacia el corral, y entraba en él no sin antes abrir la puerta con su hocico. Enseguida rebuznaba como para hacer saber que estaba ahí y que la liberaran de su carga. Lo que nunca voy a olvidar es cuando en una ocasión se puso terca, mejor dicho se rehusó, conmigo en su lomo, a pasar por un puente de concreto que vio con algunas rajaduras y que horas después fue noticia en todo el pueblo: se había quebrado en muchos pedazos por no tener el cemento necesario. No soy un erudito en burros, pero estoy convencido, Catalino, que esa terquedad de ustedes, por la que son famosos, no es otra cosa que una de las muchas muestras de su inteligencia. ¿Qué hubiera sucedido si mi burrita hubiera pasado por ese puente? Con seguridad, los dos hubiéramos sufrido daños muy graves. Sin embargo, su terquedad nos salvó de esos daños, su terquedad de no hacer lo que yo quería neciamente que hiciera, pasar por ese puente. Tú que eres un asno, Catalino, y  sabes mejor que nadie hasta donde da tu masa cerebral, ¿qué me puedes decir sobre esa acción de mi burrita?”. “Dejo a un lado la humildad que nos caracteriza a los equinos para rebuznarle al mundo, perdón, para gritarle que los burros no somos burros.  Lo que no quiso hacer tu animal -estoy de acuerdo contigo, amigo fotógrafo-, no es más que una de las tantas señales de nuestra inteligencia. Por eso a mí me irrita cuando el capataz de este rancho califica de burros a ciertos políticos que son criticados en la televisión por no hacer bien su trabajo. ¿Por qué llamarles burros? Nosotros tenemos la inteligencia que necesitamos para sobrevivir y servir lo mejor posible al hombre. En cambio, a los humanos Dios les ha dado una inteligencia sin límites. Y si ciertos humanos no la han desarrollado, ¿qué tenemos que ver los équidos con su incapacidad? ¿Qué culpa tenemos que algunos ciudadanos sin preparación dirijan los destinos de una nación?  ¿Que hagan el ridículo cuando desempeñan sus cargos? Creo que llamarles burros a esas personas incapaces es la peor forma de insultar nuestra inteligencia y de ofender a los que damos demasiadas muestras de capacidad y, por qué no, también de sensibilidad”. Ni bien dijo esto último, en un tono un poco amargo, Catalino me manifestó que daba por terminada nuestra conversación porque no quería hacer esperar más a  su hermano el chivo. “Vine solamente para hacerte una pregunta, sin embargo, hemos hablado casi durante una hora”. Y tras agradecerme por haberle escuchado, se dirigió a pasos ligeros y sacudiendo las orejas al lugar donde se encontraba su hermano. Ya otra vez con él, primero rebuznó como de júbilo, y enseguida le volvió a demostrar lo que no puede ser otra cosa que su cariño al estilo de los burros, poniendo delicadamente su cabeza sobre la cabeza del chivo. Y  al ver nuevamente así a este maravilloso animal que nunca le ha hecho daño a nadie y que hace su trabajo lo mejor que puede, no me quedó otra cosa que decir mientras no apartaba los ojos de él y su compañero: “Y hay quienes manifiestan que ustedes los asnos carecen de sensibilidad e inteligencia, contradiciendo lo que sostienen algunos reputados zoólogos. Pero sí su capacidad lo ponen de manifiesto a cada instante, dejándonos a veces con la boca abierta con sus acciones. Y ni qué hablar de su sensibilidad. ¿Acaso este cuadro que estoy contemplando no es un ejemplo de amor fraternal y compañerismo?  No, los burros no son lo que la gente piensa de  ustedes, Catalino. Sus apariencias engañan. Ustedes hacen lo que tienen que hacer, y lo hacen bien, a diferencia de ciertos individuos que no realizan eficientemente su trabajo, como algunos políticos, por ejemplo, y a quienes el capataz de este rancho y muchos de nosotros calificamos de burros.  Sí, Catalino, debe ser humillante para ustedes, que usan a lo máximo su masa cerebral, que se llame burros a esos políticos incapaces, y por ende, que se los ligue  a algo que por el modo de ser de tu especie jamás de los jamases tendría cabida en sus vidas: la política.  Ustedes no mienten para ganar adeptos, no están implicados en narcotráfico, no matan a sus rivales, no tienen una mente perversa y maquiavélica como lo tuvieron Hitler, Stalin, Mao, Pol Poot, Nixon y otros gobernantes. Ustedes  no están en las vergonzosas primeras planas de los diarios como sucede en mi país con los congresistas apodados “roba cable”, “come pollo”,  “roba luz”, “come oro”, “lava pies”, “mata perro” y tantos otros que tienen las manos sucias. Los burros, en cambio, tienen las patas limpias, moralmente, digo. Y si a menudo lucen sucias es por el trabajo. (Fin).
 

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