Ya pe’ Cojín


Por: Néstor Rubén Taype
Rodó como ruedan los troncos en el agua dando vueltas hasta terminar en la orilla hecho una masa de arena, las olas lo habían revolcado tal como él  lo quería. Levantó la mirada para vernos donde estábamos.
- Oe  ya pe’  carajo falta una más, no se hagan los cojudos -  gritó.
Nos acercamos riéndonos y nuevamente lo tomamos de los brazos y piernas el “loco” Lucho y yo, estuvimos quietos esperando una buena ola y  tiramos a cojín con todas nuestras fuerzas, quien cayó nuevamente como un saco de arena contra la ola. Nos quedamos vigilándolo porque la marea estaba un poco alta y temíamos que esta lo jalara para adentro.
– Ya pe’ que chucha,  no hay que movernos pa’ tazarlo – dijo Lucho.

La ola felizmente lo sacó nuevamente a la orilla y moviéndose como un lobo marino,  se arrastró hasta donde el agua apenas besaba la arena. Se quedó allí mirando la playa haciendo cerritos de arena. De vez en cuando nos llamaba, señalando las chicas que pasaban, haciendo gestos con sus manos tratando de  decirnos que las fulanas tenían buen trasero o buenos pechos. Conocí a Cojín cuando teníamos doce años más o menos, estábamos peloteando en la pista, previo calentamiento para jugar al fulbito. Esperábamos a los demás amigos que habíamos llamado  y comenzar. Cuando terminó toda la ceremonia de escoger a la gente y en qué lado jugaríamos (porque es así,  el fulbito tiene sus reglas que todo el mundo respeta, aunque no haya arbitro) uno de ellos me dijo que si quería tener a cojín para nosotros, le dije que sí.
Váyanse a la mierda – fue su respuesta.

Yo no entendía la razón, por lo demás no hice ningún caso y comenzamos a jugar como si nada. Cuando terminó el partido nos fuimos todos al jardín del frente a tomar agua de la manguera, no había cosa más deliciosa que tomar esa bendita agua sin parar.  Pregunté la razón por la que cojín se había molestado, entonces uno de ellos dijo – ese huevón no le gusta jugar de “camote”  quiere que lo cuenten y por eso se fue a la “J” allá los malosos  si lo hacen.
Vivíamos en una recién estrenada urbanización a fines de los sesentas, en la que cada cadena de edificios estaba señalada por letras. Una noche mientras jugábamos bolero (aquellos juegos perdidos de la época) con la gente del barrio, escuchamos una bronca en el grupo que estaba al lado nuestro. Cojín estaba sentado en una de las bancas que eran una suerte de adoquines de concreto que adornaban el parque, de pronto lo vimos caer por al piso. Corrimos a ver qué estaba pasando, aun en el piso cojín puteaba y pedía que lo levantaran. Estaban jugando “cachito” (dados) y al parecer alguien no quiso perder.
 – Cojo pendejeo quieres ganar con trafa – se escuchó.

-Ahora nos agarramos huevón, me empujaste desprevenido – un padrino – dijo – escoge el tuyo cabrón  le dijo a su contendor, mientras lo ayudaban a ponerse de pie.
Fueron para el jardín, al sitio donde había suficiente pasto, cojín se acomodó dejando sus muletas a un lado, como ya era su costumbre y la única manera que podía pelear. El otro se sentó a su costado al igual que cojín, así con los torsos frente a frente se miraron y acomodaron.
– Jura por tu madre que no vas a usar las piernas para pelear contra cojín – le dijo uno de los padrinos - ya lo juro pe’ carajo – respondió.
Ambos tenían las manos hacia atrás tomados por los padrinos, quienes contaron al unísono, ¡uno, dos, tres, ya!
Inmediatamente se cruzaron a golpes mientras mucha gente se arremolinó alrededor de ellos. Las luces del jardín parecían iluminarse más alumbrando las figuras de dos cuerpos que se revolcaban jadeantes sin darse tregua. La figura de San Martin de Porres, una estatua de un metro de alto, refugiado en su gruta e iluminado por un par de fluorescentes, era un espectador silencioso de aquel evento. De pronto se vio que Cojín tomaba una de sus piernas y se lo lanzó contra su oponente, éste pegó un grito y dando un salto se puso de pie y vociferando una serie de insultos pateó ferozmente a Cojín, hasta que finalmente los padrinos corrieron a protegerlo.  No era la primera vez que Jacinto a quien le decían Cojín, terminaba quebrando las reglas en una pelea, afectado por la polio, usaba unos fierros en las piernas que eran una suerte de soporte, pero que él utilizaba como un arma de defensa cuando creía que era oportuno y claro que hacía daño, pero Jacinto era básicamente un incorregible picón.  
Sin duda era Cojín un personaje del barrio por muchas razones, primero que nunca se sintió un minusválido, ni un disminuido para nada. Era atrevido y malcriado para pedir las cosas, además pagaba por cualquier servicio y no rogaba para que aceptaran. Ir a la playa por ejemplo era una de las cosas que le encantaba y previamente hacia todos los arreglos para su estadía. Pagaba para que lo movilicen si había que caminar mucho, entonces lo colocaban en una tabla con ruedas que era la precursora del skate moderno de ahora. Ya en la playa pagaba para que lo tiren al agua contra las olas. Un sol era el costo por tres tiradas, pero tenía que pagar a dos personas. Plata era lo único que jamás le faltaba, lo conseguía pidiendo limosna en los mercados del centro de Lima y a donde algunas veces me lo encontré.
-Circula pe’ carajo, puta no me mires que estoy chambeando pe’ huevón – Decía a media voz.

Cojín vivió su adolescencia sin reparo, nada impedía que se divierta como cualquier otro y ante alguna imposibilidad siempre tenía una salida. Su asistencia al conocido prostíbulo “La Nene” era siempre con mucha bulla.
-¡Hoy me toca cachar carajo! ¿a ver quién viene conmigo?
Los ayayeros abundaban porque él pagaba la entrada y la coima para que les permitieran ingresar por ser menores de edad. Los fines de semana era lo que más caro le salía. Debía tener gente  que lo lleve a su casa después de la borrachera que se iba a pegar y el gasto era doble, uno solo no podía dejarlo en su casa.
-Te pago adelantado por dos, tu consigue el otro, no falles huevón me buscas en el jardín de la “K” como a las dos de la mañana, no te olvides de recogerme y dejarme en mi“jato”.

Fallarle era sinónimo  de mucho riesgo, cualquiera de los malandros y achorados de la zona, con quienes Cojín se llevaba bien, podía caerle encima y dejarle unos buenos recuerdos. En los setentas, cuando andábamos por los quince años, llegó la novedad de la marihuana al barrio, traída por los maleados de la quinta zona. Después de un partido de fulbito uno de ellos repartió los puchitos a toda la gente indicando que eran muestras gratis – pa’ que conozcan la vida cabrones- había dicho.  Esa misma noche Cojín se fumó una buena cantidad de tronchos, entonces el asunto término como un loco agarrando a muletazos a todo aquel que tenía cerca. La gente lo dejo solo en el jardín de la “J” no le pegaron, pero una vez dormido se cuadraron frente a él  como una suerte de pelotón de fusilamiento y miccionaron sobre su cuerpo. Días después ya repuesto de tremenda malanoche juró nunca más meterse un troncho, ni reclamó el reguero de orines que le dieron. El trato común de Cojín era despectivo, arrochador, otros dirían “creido”  y como no, vanidoso. Era aliancista a morir, cuando ganaba su equipo invitaba trago y cuando perdía, no aparecía por el barrio durante varios días.
Cuando pasamos la adolescencia Cojín había cambiado un poco, trabajaba como recepcionista en una zapatería del mercado del barrio, otras veces lo hacía en una notaría del centro de Lima, llevando papelería dentro de las oficinas. Un buen día me dijo que se iría a la Argentina con unos amigos a buscar nuevos horizontes y así fue, Cojín desapareció del barrio por una buena cantidad de años. La historia quedo siempre allí, a la pregunta sobre él,  – ¿Oe  como era el cojo, verdad que….?  Antes de terminar la frase llegaba la inmisericorde respuesta de siempre – ese cojo era un conchasumadre -. Cojín nunca permitió que lo compadecieran ni que lo miren con lástima por arrastrar muletas, tampoco consiguió mayores simpatías, solo quería ser como cualquier otro.

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