Por: Néstor Rubén Taype
Salimos con un
grupo de compañeros a tomar el refrigerio, esta media hora nos servía como un
catalizador de las tensiones del duro trabajo que realizábamos en una factoría.
Se aprovechaba este espacio para conversar algo de las historias de nuestras vidas, todos teníamos
siempre algo que contar. Alguien comentó sobre el llamado bullyng que estaba
pasando su hijo en una de las escuelas del estado de Nueva Jersey.
Entonces José, un cincuentón
en aquel entonces dijo recordar su experiencia en Lima cuando estudiaba la
primaria y pasó momentos difíciles con un “matoncito” que estaba convirtiendo
sus días en una pesadilla. De pronto sin proponérselo había comenzado a contar
su historia frente a nosotros, un auditorio improvisado pero al parecer muy
interesado que le prestaba la más absoluta atención.
“Sonó el timbre del
recreo y fui al kiosco de la escuela a comprar algo para
mitigar el hambre. No podía evitar que los nervios asomaran inmediatamente
después de tener en mis manos lo que pretendía ser mi refrigerio, sabía que salir
al patio del colegio la pesadilla comenzaría en cualquier momento. Entonces caminé muy
despacio rumbo al pequeño jardín ubicado cerca de la biblioteca cuyo cerco de
ladrillos nos servía de asiento. Nunca pretendí esconderme simplemente esperaba
resignado a la humillación y matonería de aquel alumno que hacía gala de fuerza
y poderío contra mí. Habían pasado algunos minutos del recreo cuando alguien posó
su mano sobre mi hombro y me dio un jalón para que volteara.
– Hey chibolo ¿yo
te pego?
Me quedé callado, de
pronto se puso frente a mí dándome un empujón sobre mi pecho repitiéndome la misma pregunta. Yo quedé
nuevamente en silencio provocando que mi agresor me tomara el cuello y me llevara contra la
pared esperando mi respuesta. Sin mayores recursos para defenderme le respondí
lo que él esperaba.
-Sí, tú me pegas.
Luego de soltarme se
hecho a reír con su compañero diciendo que últimamente me estaba poniendo
difícil. Antes de retirarse me pidió que le “invitara” el pan con jamón al que apenas le había pegado un mordisco,
luego de tomarlo se fue riendo a carcajadas. Cursaba el cuarto año de primaria
y con mis diez años a cuestas sabia que esto era un drama que se tornaba
insoportable. En casa ya comenzaban a hacerme preguntas por mi brusco cambio de
actitud y las prolongadas encerronas en mi cuarto; el bajo rendimiento en las
clases también comenzaba a hacerse evidente. Solo, postrado en mí cama pensaba
como demonios iba hacer para salir de aquella pesadilla que a mi edad estaba
resultando traumática. Como todo niño difícilmente contamos nuestras cosas por
muchas razones, vergüenza, temor, inseguridad o todas estas cosas juntas que
terminan por atarnos. Un día las cosas empeoraron pues el matoncito por divertirse conmigo me rodeo con un grupo
de sus amigos durante el recreo, y comenzó a dárselas de boxeador haciendo amagues sobre mi rostro hasta que uno
de ellos me impactó en el pómulo dejándome una pequeña hinchazón. Cuando llegué a casa mi
madre me encontró llorando, entonces preguntó
si había peleado y le dije que sí,
cuando quiso saber quién ganó le respondí
que no sabía porque nos separaron muy rápido. Para mi sorpresa me dijo que si
un día yo llegaba después de una pelea y
le decía que había perdido, ella me daría una golpiza encima. Pasé una semana
muy tranquila sin el acoso del matoncito quien había sido suspendido de la
escuela luego de agarrarse a golpes con un alumno en plena clase, su ausencia me permitió disfrutar en algo mis abrumados
recreos. Un domingo mientras caminaba a mi cuarto después de darle las buenas
noches a mi madre pensaba como haría para encarar la situación al día
siguiente, sabía que él regresaría y lo tendría nuevamente frente a mí
burlándose otra vez; no supe la respuesta pero tenía fe que esa sería la última
vez. El timbre sonó y me hizo saltar de mi asiento como nunca, guardé mis cosas
tan lentamente como pude y salí contando los pasos, hoy no compraría nada. Uno
de mis compañeros de clase me dijo que tenía unas revistas del Hombre Araña para leerlos en el jardín de la biblioteca.
Parecía que no ocurriría nada y estábamos los dos cómodamente sentados cuando
de pronto apareció el maldito. Era chato, tenía como trece años, estaba en
quinto año y tenía la misma talla que la mía. No levanté la vista sino que mire
sus viejos y despintados zapatos negros amarrados con unos pasadores
deshilachados que a duras penas sobrevivían.
De un golpe con su
mano me hizo volar la revista, se inclinó y acercó su rostro frente al mío
haciendo la acostumbrada pregunta de
rigor - Hey chibolo ¿yo te pego? No le respondí y sin mediar ninguna otra
advertencia más sentí un brusco empujón, mientras que mi espalda se iba
inclinando comencé a levantar la vista y vi su uniforme color caqui, una vieja
correa sostenía su pantalón, pude apreciar su corbata que era similar a una
pita sucia ajustándole el cuello de la vieja camisa y finalmente observar esa
sonrisa burlona, esa mueca en el labio derecho que tanto odiaba. Caí de
espaldas como un viejo costal pero la humedad del jardín hizo que amortiguara
el golpe pues pudo haber sido peor. Me senté inmediatamente y me di cuenta que
algo extraño ocurría, mi vista no veía al resto, solo a él, al maldito “chato”,
a los demás los ocultaba una suerte de neblina. En esos segundos pensé en mi viejita, qué
mierda le inventaría ahora que estaba enterrado de barro hasta la cabeza, de
seguro no me creería y vendría hasta el colegio para averiguarlo. Me puse de
pie mientras que él se reía frente a mí, entonces me dije, lo menos que se
puede imaginar este enano es que me defienda.
Salí corriendo del jardín, salté al muro para tomar viada y de allí me lancé
hacia él cayendo ambos pesadamente.
Antes que pudiera
levantarse rápidamente me monté sobre su pecho, ahora estaba su rostro frente a mi muy cerca de mis manos y sin
pensarlo más comencé a golpear y golpear con todas mis fuerzas, en un momento
sentía que mis puños se resbalaban sobre su cara, pero igual seguía dando
golpes, pegando, sacándome de encima seguramente mis temores, mis miedos, mi honda
timidez. De pronto me sentí en el aire,
en vilo y no escuchaba ruidos solo oía
los latidos de mi corazón, uno de los brigadieres me tenía en sus brazos mientras
me pedía que me tranquilizara, me dijo – suave chibolo ya lo cagaste al “chato”
de mierda. Me hizo sentar en el muro del jardín, sentí mis manos húmedas,
manchadas de sangre, allí sentí como el despertar de un sueño y el griterío de
los alumnos explotó en mis oídos. A él
se lo llevaron sus amigos, los míos me dijeron que lo había molido a golpes y
se había ido sangrando profusamente de la nariz. Igual terminé en la Dirección de la escuela
pero el testimonio del brigadier valió
mucho para que la suspensión se evitara;
habían llamado a mi madre que al verme no pudo ocultar una maliciosa
sonrisa de aprobación, se lo habían contado todo”
Cuando terminó de contar
la historia lo aplaudimos entusiastamente. De pronto apareció el supervisor
diciendo que nos habíamos tomado diez minutos más de la media hora del
refrigerio. Entre bromas regresamos apurados a nuestra rutina de siempre.
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