Por: Néstor Rubén Taype
Aunque no era precisamente la religiosidad nuestra principal característica, estuvimos rezando esa noche para que las cosas salieran tal como se había planeado, en unas horas más llegarían los coyotes a llevarnos finalmente rumbo a la frontera y cumplir el ansiado sueño de pasar a los Estados Unidos. En esa interminable espera recordaba los llantos de mi madre sufriendo por el calvario que pasaba conmigo, sentía sus manos acariciando mi rostro como ella solía hacerlo para decirme - mírame a los ojos y prométeme que nunca más volverás a robar.
También la vergüenza de mi padre por mi conducta, para colmo miembro de la Guardia Civil. Recordaba las veces que con largas pláticas y después a punta de golpes trataba de disuadirme de seguir andando con mis “malas juntas” de aquellos amigos de lo ajeno que eran mis patas. La verdad que yo mismo no supe cómo demonios pude llegar a esa situación que podía costarme años en prisión.
Mi vida pasaba como una película, a los dieciocho años debutaba robando lunas y llantas a los autos por un lugar conocido como la parada, tratando de romper nuestro record y hacerlo en el menor tiempo posible, ensayando en los huecos y canchones de La Victoria que nadie entraba.
De pronto el grito de los compañeros irrumpió mi
concentración y nuevamente estaba allí en esa vieja casa que nos había servido
de pensión y que albergaba a unas treinta personas entre hombres mujeres y
niños. Me apuraban por que ahora
estábamos a solo minutos de la partida y ya se escuchaba el ruido de los autos
que se parqueaban en las afueras de nuestro albergue temporal. Mis amigos y yo nos pusimos de pie al igual
que el resto de la gente que esperaba nerviosa y con el deseo que la novela por fin se acabara.
Se abrió la puerta de la vieja casa y ante nuestra sorpresa apareció un grupo de uniformados y armados que nos ordenaron tirarnos al piso, algunos trataron de esconderse y salir por algún lugar pero todo fue en vano, la cuadra completa de la vivienda estaba cercado de policías. Con mis dos amigos intercambiamos miradas y ninguno intentó correr y escapar, estábamos cansados de huir, habíamos llegado a México tomando buses, autos, camiones devorando millas.
Se abrió la puerta de la vieja casa y ante nuestra sorpresa apareció un grupo de uniformados y armados que nos ordenaron tirarnos al piso, algunos trataron de esconderse y salir por algún lugar pero todo fue en vano, la cuadra completa de la vivienda estaba cercado de policías. Con mis dos amigos intercambiamos miradas y ninguno intentó correr y escapar, estábamos cansados de huir, habíamos llegado a México tomando buses, autos, camiones devorando millas.
Ahora amontonados en una camioneta íbamos rumbo a la
prisión hasta que se aclarara nuestra lamentable situación. Además no la teníamos a
favor, pues nos encontraron pasaportes falsos que portábamos para no dar
cuenta de nuestra identidad. Mientras
permanecía tumbado en la camioneta de la policía yo volvía a
recordar a mi padre quien con lágrimas en los ojos me dijo que me
sacaría de la cárcel lo antes posible por ser parte de
una banda que robaba autos.
Mi padre estaba negociando mi caso con el juez de turno y hacerme el cambio a una detención domiciliaria, cosa que lo logró. Una vez en casa me dio una buena cantidad de dinero y me dijo que saliera del país y que si pudiera no regresara hasta que las cosas pasaran.
Mi padre estaba negociando mi caso con el juez de turno y hacerme el cambio a una detención domiciliaria, cosa que lo logró. Una vez en casa me dio una buena cantidad de dinero y me dijo que saliera del país y que si pudiera no regresara hasta que las cosas pasaran.
Llegamos a nuestra celda con mis amigos pensando como haríamos ahora y
preguntándonos que sería de nosotros. La mayoría de esa gente eran inmigrantes
indocumentados que pretendían pasar la frontera, mezclados entre delincuentes comunes,
asesinos, sicarios y drogadictos.
Una tarde participamos en un pequeño campeonato de
fulbito y con tan buena suerte que llegamos a la final. Nos enfrentaríamos a los
mejorcitos, a los que manejaban la mafia que controlaban los beneficios y
lujos de ese penal. Para no jugar por nada conversamos y acordamos hacerlo por
una cantidad de dinero más una botella de tequila y nos dimos un apretón de
manos sellando el acuerdo.
El partido terminó a nuestro favor por un amplio score que seguramente ellos no esperaban, había sido casi una humillación frente a su gente. Cuando vimos que se estaban retirando nos acercamos a pedirles el pago de lo acordado, uno de ellos al parecer su líder me dijo con toda desfachatez que no pagarían nada de nada, yo quise reclamarle pero mis amigos me desanimaron diciéndome – suave negro, estas en su casa si reclamas nos van a sacar la mierda.
Comenzamos a retirarnos todos cuando de pronto me dije – ¿Y estos cabrones que se creen?– me sentía basureado, herido en mi orgullo, quizás cansado de tanto palo recibido hasta ese momento y no resistí más, con las mismas regresé corriendo y tomé del cuello al que parecía el líder y apreté con fuerza.
Su gente comenzó a gritar y vinieron a golpearme, tenía entonces veintitrés años y un metro ochenta de estatura, estaba realmente muy fuerte. Sentía que la espalda me la estaban moliendo a patadas y golpes pero yo no soltaba a su jefe.
Dentro de toda esa refriega de golpes, entre esos revolcones en el suelo tragando polvo, sentí su mano amable con golpecitos suaves en mi brazo; entendí que me estaba pidiendo soltarlo.
El partido terminó a nuestro favor por un amplio score que seguramente ellos no esperaban, había sido casi una humillación frente a su gente. Cuando vimos que se estaban retirando nos acercamos a pedirles el pago de lo acordado, uno de ellos al parecer su líder me dijo con toda desfachatez que no pagarían nada de nada, yo quise reclamarle pero mis amigos me desanimaron diciéndome – suave negro, estas en su casa si reclamas nos van a sacar la mierda.
Comenzamos a retirarnos todos cuando de pronto me dije – ¿Y estos cabrones que se creen?– me sentía basureado, herido en mi orgullo, quizás cansado de tanto palo recibido hasta ese momento y no resistí más, con las mismas regresé corriendo y tomé del cuello al que parecía el líder y apreté con fuerza.
Su gente comenzó a gritar y vinieron a golpearme, tenía entonces veintitrés años y un metro ochenta de estatura, estaba realmente muy fuerte. Sentía que la espalda me la estaban moliendo a patadas y golpes pero yo no soltaba a su jefe.
Dentro de toda esa refriega de golpes, entre esos revolcones en el suelo tragando polvo, sentí su mano amable con golpecitos suaves en mi brazo; entendí que me estaba pidiendo soltarlo.
Cuando iba hacerlo recordé haber visto una medalla que colgaba de su cuello, una medalla
de oro de la Virgen de Guadalupe que repetidas veces se mecía sobre su pecho
cuando estuvimos jugando. Cogí la cadena
fuertemente y entonces le di un empujón sacándolo de mi lado, en el tirón la
cadena quedó en mis manos y me la guardé inmediatamente. Ayudado por su gente al tipo lo pusieron de
pie y se lo llevaron en vilo mientras yo continuaba en el suelo, con cierto
recelo y muy asustados mis amigos también se acercaron a auxiliarme, no decían
nada pero sus miradas eran elocuentes casi me daban a entender que me lo
merecía. Por mi parte entre mis
interminables dolores pude aun sonreírles y balbucear algunas frases que ellos
respondieron - ¿maricones? - lo que pasa es que nosotros no somos cojudos
como tú.
Al día siguiente enviaron un mensajero a nuestra celda a preguntarnos si sabíamos de una cadena de oro que se le perdió a su jefe, se dieron muchas preguntas pero al final nada pudieron probar. Una semana después mientras descansaba solo en el pasadizo cerca a la puerta de mi celda vi que se acercaban cuatro internos todos ellos supuestamente enemigos nuestros que venían a cobrar la deuda de la bronca pasada. Mientras ellos se aproximaban yo estaba preparándome como iba hacer para defenderme, esperar que estuvieran lo suficientemente cerca para golpear a dos y reducirlos inmediatamente, luego vería cómo me las iba a ver con los otros.
Al día siguiente enviaron un mensajero a nuestra celda a preguntarnos si sabíamos de una cadena de oro que se le perdió a su jefe, se dieron muchas preguntas pero al final nada pudieron probar. Una semana después mientras descansaba solo en el pasadizo cerca a la puerta de mi celda vi que se acercaban cuatro internos todos ellos supuestamente enemigos nuestros que venían a cobrar la deuda de la bronca pasada. Mientras ellos se aproximaban yo estaba preparándome como iba hacer para defenderme, esperar que estuvieran lo suficientemente cerca para golpear a dos y reducirlos inmediatamente, luego vería cómo me las iba a ver con los otros.
A cierta distancia uno de ellos me hizo unas señas
dándome a entender que estaban en son de paz, que solo querían conversar
conmigo, que estaban desarmados;
mientras llegaban hacia mí me repetían: tranquilo, tranquilo. Me dio
cierta calma el hecho que en sus miradas no eran despectivas ni de bronca, más
bien diría que expresaban cierto respeto. Vamos al grano dijo uno de ellos - el
asunto es muy simple queremos darle un “cariñito” a unos “bueyes” que se están
pasando de listos y el jefe esta de muy mala onda con ellos y quiere
recordarles quien es el “men”. No hay pago de
por medio, no hay “lana” a cambio
tendrás comida de primera solo para ti y protección para tus broders . Todo el
tiempo que pasé en la prisión trabajé para ellos a cambio como dijeron de una
buena comida, hice mi trabajo con mucho profesionalismo sin llegar a quitarle
la vida a nadie, golpee, rompí muchas costillas y narices a cambio de mantener
el status que me había ganado, no sin sentirme muchas veces muy miserable, pero
era parte de la guerra en la que me había metido y como en toda guerra a
veces vale todo.
Una noche llegó uno de ellos con un preciso mensaje del jefe, en unos días sería cinco de Mayo una de las fiestas más representativas y las autoridades del penal según me contaban, dejarían en libertad a cincuenta reos que deberían ser todos extranjeros detenidos por ilegales. Algo incrédulos recibimos la buena nueva pero esa mañana del inolvidable cinco de Mayo vimos una larga cola de internos y pensamos que ya no alcanzaríamos la ansiada libertad, de pronto dos de ellos se acercaron y nos llevaron hasta el inicio de la fila, priorizando nuestra partida sobre los demás sin que la policía interviniera. Antes de dar el primer paso y dejar aquel lugar para siempre, se acercó el jefe sorpresivamente y me dio la mano, no lo había vuelto a ver desde aquel fatídico partido de fulbito, sonrió amablemente y al darme la despedida me dijo que cuidara bien la medalla de la Virgen de Guadalupe.
Una noche llegó uno de ellos con un preciso mensaje del jefe, en unos días sería cinco de Mayo una de las fiestas más representativas y las autoridades del penal según me contaban, dejarían en libertad a cincuenta reos que deberían ser todos extranjeros detenidos por ilegales. Algo incrédulos recibimos la buena nueva pero esa mañana del inolvidable cinco de Mayo vimos una larga cola de internos y pensamos que ya no alcanzaríamos la ansiada libertad, de pronto dos de ellos se acercaron y nos llevaron hasta el inicio de la fila, priorizando nuestra partida sobre los demás sin que la policía interviniera. Antes de dar el primer paso y dejar aquel lugar para siempre, se acercó el jefe sorpresivamente y me dio la mano, no lo había vuelto a ver desde aquel fatídico partido de fulbito, sonrió amablemente y al darme la despedida me dijo que cuidara bien la medalla de la Virgen de Guadalupe.
Poco tiempo después conseguimos cruzar la frontera
a cumplir nuestros sueños a iniciar una nueva vida. Juré por mis padres no
traspasar nunca los límites que determina la ley.
Nota del bloguero
EL “Negro” vive en Nueva Jersey, es manager de
mantenimiento de un colegio. Es ya un sesentón pronto a
jubilarse, me contó su historia de un tirón, graciosamente muy al estilo
peruano me mostraba todos sus sobres de pago que guarda celosamente desde que
arribó a este país, cosa que realmente aquí
no es necesario, pero según él
fue un consejo de su padre.
1 comentario:
Felicitaciones desde el Perú, muy interesante su relato. J. Chale
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