"Cuando el chivo es chiquito...."




Por: Néstor Rubén Taype

La primera vez que sabría lo que era un homosexual  (hoy les decimos Gay)  fue en el famoso “bussing” nombrecito con el que conocíamos a los buses de la municipalidad de Lima a finales de los sesentas. Tendríamos unos doce años y estaba muy cómodo sentado en la parte trasera del ómnibus.  De pronto me di cuenta que el fulano, un tipo joven, que estaba a mi lado leyendo su periódico, había pasado su mano hacia mis muslos disimuladamente cubriéndose con el diario y comenzó sobarme, inmediatamente me alejé casi pegando un salto. Lo quedé mirando algo sorprendido y él  sin inmutarse continúo con su lectura.  Estas experiencias se repetirían en diferentes años posteriores en diversos escenarios. Llegando a casa le conté a mi madre lo sucedido y ella pacientemente me explicó cuál había sido la situación por la que había pasado. Como buena Adventista del Séptimo Día, me dijo que el pecado crecería como Sodoma y Gomorra, tal como lo detalla la biblia. Así fue como me enteré de alguna manera  cual era la vida de estos tipos pecadores, como decía mi madre, que habían caído en la tentación de gustarle sus pares.  Recuerdo que en el segundo de secundaria, en una  Gran Unidad  Escolar de Chorrillos, uno tenía que defenderse de los “abusivos” los grandotes y matones que te pegaban o te quitaban los sánguches  que llevabas o comprabas. Igualmente de los que pretendían manosearte y convertirte en su “punto” La lucha era cuestión de vida o muerte, no te podías quedar ni de a vainas.  Entonces aparece la figura de Cesítar, quien en principio no llamaba la atención en el salón de clase. Sin embargo ya se corría la voz que ese “flaquito” desgarbado y paliducho era “cabrito”, que en el baño se “ganaba” y había hecho suficiente “roche” para que lo pillaran “zapeando” los pajaritos de los demás.

Cesítar era efectivamente muy delgado y pálido. De ojos redondos y una nariz de águila prominente que le producía una voz nasal inconfundible; cabello muy negro y lacio, absolutamente lacio.  Ya había recibido amenazas de la mancha de malogrados que flagelaban a los “mariconcitos”

Un buen día casi terminando el recreo, algunos alumnos nos habíamos quedado en el salón “chancando” para un examen, cuando de pronto entró Cesítar corriendo, se detuvo de espaldas a la enorme pizarra del salón y se quedó estático, respirando con fuerza y agitado.  De pronto entró una mancha de  muchachos y uno de ellos le gritó – ya cabrito como quieres en mancha o uno por uno –  éste tenía la cara de espanto, sin embargo le salió esa irreverencia que lo caracterizaría después, esa concha con la que manejó el asunto. Cambiando su semblante muy relajado y mostrando una cínica sonrisa no sin cierto coqueteo les dijo – uno por uno mi amor, uno por uno-

Lo que provocó fue una risotada total de los guaraperos que se le venían encima, pero, en ese instante sonó el timbre que anunciaba el término del recreo. Uno de sus perseguidores se le acercó y le dijo – así que eres payasito cabro conchatumadre –  por unos segundos junto a dos más, lo manosearon, sin embargo no faltó el rodillazo y un certero puñetazo propinado en su desproporcionada nariz.

Minutos después apareció el brigadier de turno, quien ayudó a levantarse a Cesítar.

-                                   Ya ves lo que te pasa por ser cabrito.

Al salir del salón, muy apresurado lo siguió el “bola”, chapa que tenía un alumno rubio, de cabello ensortijado,  con pinta de Paul Newman,  al  que Cesítar pretendía que fuera más que su amigo.

-                                   ¿Te siente bien?  - Preguntó.

-              Que me preguntas oye, si ni siquiera me has defendido, tremendo mariconaso que eres. 

Lentamente bajaron las escaleras rumbo al botiquín del colegio, donde una de las secretarias hacía de enfermera en casos de urgencia.

Conforme transcurrían los años en la escuela Cesítar comenzaba a ser aceptado tal y cual era. Si iba al quiosco, en el recreo, a comprar la gaseosas, le daban espacio  inclusive si había cola - las damas primero -  Él entraba muy complacido y luego se retiraba agradeciendo con su frase – los quiero chicos, son un amor-  Era indudablemente el cabro del salón y del colegio; habían otros medios camuflados y solapas pero no uno convicto y confeso como él.

En el 74 comenzamos a trabajar en el centro de Lima, exactamente en la Plaza San Martin, era uno de los edificios circundantes y que nos daba vista directa a toda la Plaza. Veríamos entonces a los primeros “próceres” desfachatados y atrevidos jovencitos amanerados que se aventuraban a cruzar la Plaza, pese a que, si eran vistos por algunos facinerosos, les caía de todo. Ciertamente los agresores no eran necesariamente atracadores o choros de esa zona, después de las siete de la noche, los que le podían pegar a un cabro era cualquier empleado  que frecuentara la zona, mayormente cuando estaban embriagados.

La Plaza San Martin era el escenario ideal para estos jóvenes incomprendidos. ¿Por qué en el monumento al libertador? Acaso precisamente por este adjetivo quizás tendría algún significado para ellos. El asunto fue que en  la Plaza y sus alrededores se dieron los mejores espectáculos de broncas y escándalos con estos “chicos” que pese al maltrato recibido, nunca dejaron de frecuentarlo. Los lustrabotas y ambulantes también le daban sus chiquitas, entre bromas.

-                                   Ya mariquita, te lustro tus tabas por un alce.

-                                   Cállate oye, no te he pedido nada tarado.

-                                   Ya pe’, si quieres te cepillo el culo gratis.

En aquellos destemplados y  efervescentes  años setentas era cotidiano que los bares de la zona y calles circundantes de la Plaza, fueran “invadidos” por estos chicos. Entraban sigilosamente haciendo las señas respectivas  para que algún parroquiano responda. Usualmente el lugar más inmediato era el baño y allí aterrizaban con sus mutuos deseos. Había que tener cuidado en ir a los servicios higiénicos, cuando ellos rondaban los bares, a veces uno sin querer queriendo, se ganaba con el espectáculo.   Una vez estábamos sentados un grupo de compañeros de trabajo libando unos tragos, cuando de pronto se acercaron, así, irreverentemente dos tipos que no eran precisamente chiquillos. Sorprendidos nos miramos esperando que hacer. Uno de los visitantes conchudamente pidió al mozo un par de vasos y dijo – Chicos, nos hemos acercado a su mesa porque jamás habíamos estado  tan  cerca a Elvis  Presley – Y luego mirándolo fijamente al flaco, supuestamente el clon de Elvis le dijo – Ay muchacho eres un sueño – El flaco tomando su vaso lleno de cerveza, lo dejó caer sobre las piernas del impertinente invasor,  agregándole – - mira cabrazo, no me gustan los que se orinan, sino te vas ya mismo, te voy a romper todos tus huesitos y de paso el culo, pero a patadas. Sonriendo y diciendo, aburridos, creídos, y malcriados, se retiraron.

Adolescente, asistía a una iglesia protestante en el Callao y tenía que soportar cuatro horas que duraba la ceremonia. Primero  los canticos, luego el primer servicio y los estudios bíblicos y finalmente el segundo servicio para el sermón del pastor.  A la salida o a veces a la entrada siempre estaba un hermano quien tenía el título de “anciano” un cargo simbólico de autoridad en esta Iglesia. El asunto es que este señor ya cuarentón y solterón cuando me saludaba lo hacía con tanta efusividad que sus abrazos duraban más de lo normal, causándome incomodidad. Conforme lo iba tratando y conociendo, me di cuenta lo que seguramente muchos de sus hermanos de religión no se percataban, el tipo era  homosexual. Le dije a mi madre que me parecía “eso” y que no quería  saludarlo. Como era de esperar, mi madre dijo que eso era imposible, porque él era un hombre de fe consagrado al señor. Ya tenía algo de “calle” y sabia de las intenciones de este tipo, así que lo saludaba cada sábado dándole la mano muy atento, pero, con el espacio respectivo y haciendo una venia, evitando así cualquier acercamiento súbito. Un tiempo después se construyó un nuevo templo muy cerca de casa y allí asistíamos.  Pasarían  aproximadamente diez años desde que dejamos de saber de este señor , cuando un buen día mi hermana, que iba de vez en cuando a la antigua Iglesia, nos dio la noticia que el susodicho hermano, había sido suspendido de la feligresía  por tocamientos indebidos a un jovencito de la congregación y este lo había denunciado al pastor. Mi madre recién reconoció el real problema del hermano religioso y dijo que había caído en la tentación y que oraría por él. Seis meses después y luego de pedir perdón a la congregación a través de la Junta de Iglesia, el referido hermano fue restituido y aceptado nuevamente como miembro formal de esta comunidad religiosa. 

Durante el recreo ya en cuarto año de secundaria, Cesítar ya era un adolecente y cabrito, pero que se hacía respetar. Cuando era acosado y violentado, corría  al brigadier, auxiliar o la dirección para defenderse. Tenía sus minutos de soledad con su cuaderno que era una suerte de diario o “slam” como se llamaba en esa época. Luego venia juntarse con nuestro grupo a conversar. Era educado y soñaba con ser peinador. En ese tiempo era un oficio de mujeres y nosotros nos mirábamos y le decíamos – puta que maricón eres para escoger esa cosa para trabajar. Otro alumno le decía – esa chamba es de mi hermana, es trabajo de “germas” nadie te va a contratar. Pero él  seguía contando sus sueños.

-                                   Cesítar, una pregunta qué te puede llegar cuando postules a la universidad, en serio,  haber responde. ¿Porque chucha eres cabro?   Todos explotaron en risas y empujones

Que pregunta más pendeja, te pasaste huevón. Pero Cesítar, cagándose de risa y poniéndose las manos en la cintura y en una pose muy femenina respondió

-                                   Mira hijito, no me respetas. Yo soy así porque  nosotros somos el futuro del mundo, un día vamos a gobernar este perro mundo y con ustedes adentro.

-                                   Yo soy como soy, solo que nací en el cuerpo equivocado, en un mundo equivocado, en el tiempo y lugar equivocado, y unos  unos estúpidos equivocados como ustedes.
Después de unos segundos de silencio le cayó un, apanado con un par de puñetes en el hombro, con el nudillo del dedo anular, al estilo de “habito moradito con su cordoncito blanquito” muy de moda en ese entonces. Sin embargo siempre tratábamos de “curarlo” invitándolo a ir a ver a las chibolas del colegio de mujeres que estaba al ladito nomas del nuestro y que era ley tener su gila allí, era la tradición. Pero él, nada que ver, decía que asco, me ofenden, porque no vamos mejor a ver chicos aquí al Pedro Ruiz Gallo, me gustan los militares.  Lo dejábamos y partíamos al Silva de Ochoa, teníamos unas amigas que nos habían pedido ayudarlas en literatura, que era en realidad solo un pretexto para salir con ellas al malecón y de allí al parque a planear. 

Martina me llamó muy desconsolada, acababa de pelear con su enamorado. Ella trabajaba para una agencia de viajes, cuyo dueño era un cincuentón y solterón. Las malas lenguas decían que era “del otro equipo” ósea, le sudaba la espalda y tantísimos adjetivos y calificativos de nuestra inacabable jerga. Alguna vez lo conocí cuando vino a la aerolínea donde trabaja y tuvimos una reunión con nuestro gerente. El tipo se manejaba una finura en su trato como si fuera un diplomático y recuerdo muy claro lo reverente que era al saludar. No tenía un atisbo de amaneramiento o algún detalle  femenino que pudiera prestarse para sospechar su homosexualismo. Claro eso contrastaba con el duro e inclemente análisis que con desparpajo hacia el mensajero de su agencia: el viejo, ese es un  reverendo cabrazo.

Fuimos al Branza, una pollería en que se degustaba uno riquísimos pollos a la brasa, cuando nadie adivinaba que muchas décadas después habría el boom de la comida peruana. Se encontraba en la Colmena, circundante a la Plaza San Martin. Tomamos asiento y luego de hacer el pedido formal al atento mozo,  comenzaría el casi monólogo de Martina.

Porque no pides un vino, me dijo. Recordaba entonces uno algo dulzón que gustaba mucho a las muchachas, Santa Magdalena de un grupo italiano muy conocido en el medio. Martina soy todo oídos, cuéntamelo todo. Mira - me dijo - tuvimos una reunión que por lo visto no fuiste. Comenzó con su dramática historia sobre su enamorado. Tenían ya como tres meses de estar juntos, pero en las últimas semanas él evitaba verla.  Juan Alberto, a quien conocíamos como “Juanito”, trabajaba para una prestigiosa agencia de viajes de la época, se encargaba del transporte que brindaba los buses de la agencia. Juanito había comenzado a evitarla sin mayor explicación. 
En la reunión – me contaba Martina - estaba con Kluver, amigo de Juanito, estábamos tomando unos tragos y le estaba comentando mi relación y los problemas que tenía. Hablamos y hablamos, ósea tú sabes, estaba hecha una lora y él solo me escuchaba. De pronto poniendo su mano sobre la mía me dijo que sabía el inconveniente que tenía Juanito conmigo. El relato se vio interrumpido por la llegada del mozo con los dos cuartos de pollo,  sus crocantes papas fritas y  ensalada. – Ya mismo regreso con el vino jovencito.

Hicimos un brindis por nuestra corta amistad y por la relación de aerolínea-agencia de viajes y otras frases ceremoniosas, que luego nos provocó tremenda risa. Mientras disfrutábamos la comida y entre cada pausa al comer, Martina prosiguió con el desenlace de la relación con el susodicho. Luego de varias copas de Pisco Sour en el bar del hotel, le había dicho a Kluver que no entendía la verdadera razón por la cual él  daba siempre excusas para no verla, salvo tres o cuatro encuentros amorosos, de puras planeadas , se alejó.  Incluyendo la vez que en su casa, solos, después de los típicos besos, las cosas se encendieron demás y ella estaba dispuesta para el siguiente paso pero, incompresiblemente él se fue. Lo que imaginaba ella era que él no la quería y esperaba que se imponga la sinceridad. Fue entonces en que Kluver le dijo que eso se acabaría ya mismo. La tomó de la mano y le dijo que iban a ir en busca de Juanito, que estaba en el Stand de su agencia.

- No sé cómo lo sacó de su asiento y regresamos a la barra, le dijo que íbamos a hacer un brindis por el reencuentro. Juanito se le veía incómodo y me rehuía la vista. Con desgano tomo su copa y dijo salud -  Fue allí que Kluver  le dijo – Vamos Juanito dile la verdad a Martina, porque no la quieres ver. 

-                                   Tú no te metas, es una cuestión de dos, yo sabré cuando.

-                                   Vamos Juanito hablas tu o hablo yo.

-                                   Sorry Martina, estoy en otra relación, y bueno, lo nuestro no debió pasar.
Como puedes imaginarte yo estaba muda, solo atine a mirarlos, Kluver, siempre tan lindo y delicado, se veía resuelto a aclarar un asunto que yo no imaginaba. Entonces llegaría la hora de la verdad, le dijo a Juanito que no tenía el valor de decirme que la otra  relación era con un fulano,  y no una “fulana”, que era esa la verdadera razón  de no querer verme.   Martina todavía lo quería y luego  de contarme su historia,  emocionada se le soltaron algunas lágrimas, le costaba aceptar el homosexualismo de Juanito.
Terminada la cena y para hacerle pasar la mala experiencia nos fuimos a una discoteca en Miraflores, Las Rocas (de moda en los 70s) Unos tragos más y estábamos para más, lo ideal hubiera sido un hotel, pero ni modo, una propina al mozo para que se demore y no se asome un buen rato. Salimos y no contaba que ella vivía en La Molina, la desolada Molina de aquel entonces. Un taxi carísimo, pero, caballero nomas, a dejarla en su casita tocando la puerta y cortésmente presentarme donde su mamita, aquí está su hijita sana y salva, pero algo tomadita. 

A Leo lo conocimos en Iquitos en los ochentas, era el gerente de un albergue turístico en este departamento del oriente. Muy atento nos recibió en uno de los primeros viajes que hacíamos allá. Leo era evidentemente un gay formal, no  ocultaba sus modales y tratos femeninos, era además joven y no pasaría de los treinta  años. Éramos un grupo del trabajo y otros agentes de viajes invitados por la agencia de Lima, que usaba los servicios de la operadora de Leo. Después de llegar al aeropuerto fuimos trasladados al hotel y de allí algunas horas después  al terminal de donde saldríamos rumbo al albergue ubicado en las orillas de un rio de nombre Nanay. Subidos al bote el ruido del motor anunciaba la partida y que gentilmente Leo nos decía que esta iba a durar dos horas río adentro. Ya en el albergue fuimos distribuidos a diferentes habitaciones. No había luz eléctrica, todo era muy rústico y se alumbraba a lamparines. Llegada la noche nos concentramos en la sala principal del albergue y por allí sacaron una guitarra. Algunos turistas americanos comenzaron a tocar música y todo se puso bacán. Leo nos propuso salir en lancha a los alrededores a ver la noche selvática. Fuimos un buen grupo y nos trepamos en un peque peque, que es una lancha planita, que parece que se va a hundir. Remamos y nos alejamos del lugar. Entramos a un recodo del rio y el agua estaba quieta, el reflejo de la luna en el agua era una copia fiel de lo que había arriba, un espejo natural. De pronto para sorpresa nuestra Leo se desnudó y se tiró al rio a nadar y haciendo señas para que lo sigamos. Nadie se movió,  solamente lo mirábamos. Veíamos las piruetas que hacia el calato de Leo. Oe tírate pe, - tas loco compadre, nica. ¿Tienes miedo?  ¿A quién, al chivito o al rio? – A los dos, sí me tiro al rio, también tengo que tirármelo a él,  y echamos a reír. Leo se insinuó a varios de nosotros sin mayor éxito. Visitó Lima muchas veces por motivos familiares y por trabajo, fue realmente un gran amigo con todos los que lo conocimos y un atento y finísimo anfitrión cuando  muchos de nosotros viajábamos con nuestras parejas a visitar su albergue. Unos años después recibimos  la invitación de su boda. La noticia nos tomó de sorpresa, las llamadas se dieron inmediatamente entre los que lo conocíamos. ¿Qué pasó, se arregló?  No jodas, algo debe estar mal – nada huevón, bien clarito dice la tarjeta, es con una hembrita.

El sol inclemente de Iquitos nos esperaba nuevamente, hubo una torrencial lluvia que solo nos permitió una tranca en la barra del hotel. Al día siguiente la representación de amigos de Lima estaba presente en la iglesia de la ciudad,  luego de conocer a la novia, la comidilla de comentarios empezaba.  La ceremonia comenzó y terminó con todas las de la ley. Durante la fiesta mientras nos divertíamos  al son de la orquesta que estaba buenaza y tomábamos unos tragos entre los descansos que daba la música, escuchábamos a los invitados que eran de la zona y conocidos de la pareja. Uno de ellos decía “oye porque la Nazaret se ha casado con él, si su rio tiene dos cauces” y se echaban a reír. Y continuaron con la bromas, bromas charapas que tenían mucha chispa. Otro de los amigos de la pareja comentaba que había que tener cuidado a la hora en que se vayan de luna de miel, no sea que- decía- desaparezca  solo con el padrino y deje a la novia, y más risotadas.  Tomamos el avión a Lima y todos teníamos una sensación que algo no cuadraba en la boda, que por lo tanto no iba a durar mucho.  Nos mirábamos y hacíamos muecas, la tranca si había hecho estragos en nosotros y cada quien tenía una bolsa por si el “huayco” nos madrugaba por tanto trago. Había pasado un año y en ése lapso Leo vino varias veces a Lima y se alojaba en las casas nuestras y se había ganado el aprecio y cariño de las familias, mi vieja lo quería mucho. Cuando lo sacábamos a tirar trago, soportaba todas las bromas  por su acento. Una vez en Miraflores estábamos cenando y le dijimos que no hable muy fuerte, porque se iban a dar cuenta que era un charapa y nos botarían a todos. Estábamos algo pasados y Leo se puso de pie y alzando la voz dijo que era charapa a mucha honra y que nadie podía joderlo por eso. Nosotros, ya Leo no es para tanto huevón, cálmate, Leo, nada – ¡tráiganme una ensalada de chonta y un jugo de aguaje carajo! – Y nosotros hablábamos – oe, al gritar se le está escapando el aire, puta ahí viene el mozo, va a creer que todos somos cabros, solapas, pero cabros, y las hembritas machorras, y nos cagábamos de  risa.

Había un guía de turismo, amigo del grupo que siempre iba a Iquitos y nos traía las noticias, los chismes. Leo tenía lio con su mujercita a quien decían: no tocaba. La familia acusaba a la esposa de  meterse con él solo por interés de la plata y le hacían mucha guerra. Una noche estando en casa viendo televisión con la familia, un vaso que descansaba en la mesa de pronto cayó violentamente contra el piso, como si alguien lo hubiera empujado. Todos nos quedamos sorprendidos, como pudo suceder, si nadie lo hizo. Mi madre entonces dijo que era una señal de alguien, pero de algo malo.  No se equivocó, al día siguiente recibimos la noticia de la muerte de Leo. Un auto manejado por un chofer ebrio, embistió la moto donde estaba Leo, falleciendo inmediatamente en una de las calles céntricas de Iquitos. Leo había partido con toda su historia a cuestas. 

Llegaron los noventas y me había encontrado de pura casualidad con Cesitar. Pasaba por la avenida Faucett y viendo una peluquería dije aprovecho y me doy un corte de cabello. Así que ingresé al local que lucía muy bien arreglada con una decoración moderna. Tomé asiento y de pronto el tipo que estaba de espaldas se volteó para saludarme y decirme que ya casi terminaba. La impresionante nariz había sido retocada por un finísimo trabajo de cirugía plástica, dejándola como un botoncito incólume. El cabello negrísimo era el mismo y su voz seguía siendo inconfundiblemente nasal,  pese a su operación. Hola promoción, nos saludamos al reconocernos. Me comentó de los ex chorrillanos con los que todavía se contactaba y del que yo no tenía absolutamente ningún conocimiento desde que dejé la escuela. – No, no es nada, no te puedo cobrar – me dijo – y las siguientes veces que vengas cincuenta por ciento, ya sabes. Se le veía maduro al hablar y obviamente seguía siendo un gay. Me dijo que le iba muy bien económicamente y que el local era suyo y si todo marchaba bien en un año estaría inaugurando un nuevo local en otro distrito. Fui a su local dos veces más y en la última acordamos llamarnos para conversar ya que en su trabajo siempre estaba muy ocupado. – Ya promoción, tenemos que vernos para contarte que ha sido de la “collera” de la escuela, esos pendejos que me andaban jodiendo, mientras reía de buena gana.  Nunca más regresé y nos perdimos, le perdí el rastro y ya entrando al siglo 21 más o menos en el 2009 vía internet buscando ex alumnos  del colegio, encontré el nombre de un compañero y le escribí a su correo electrónico. Después de intercambiar varios, y comentando sobre nuestra  promoción, tocamos el tema de Cesitar y  pregunté si sabía algo de él.  La respuesta fue fatal,  el compañero de promoción me dio la mala noticia de la muerte de Cesitar.  – Hermano – me dijo – Cesitar era un  peinador  exitoso y tenía también un local aquí en Chorrillos. El problema con él era que había mucha mala compañía a su alrededor, gente de mal vivir.  ¿Y cómo  fue el crimen? – Pregunté- Una tranca hermano - me dijo – una tranca, tragos, drogas y lo encontraron sin vida, lo asfixiaron.  Siempre pensé que la vida de Cesitar y por las características de su personalidad  sería diferente de sus colegas, sin embargo al final nada cambio, murió como han muerto otros como él en el Perú.

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