PALOMAS

Fuente: caretas.pe

Escribe: Julio César Buitrón 

Cuento ganador de las 1,000 palabras de Caretas.

Desde hace algunas semanas las palomas comenzaron a saber distintas. En un principio, creí que mi madre era la culpable. Una de esas tardes me asomé para verla en la cocina y no encontré nada especial. Los mismos cuadrados caían en la olla: tomates, cebollas, apios, zanahorias, también el sudor de su frente. Una nueva manera de preparar la sopa no era la génesis de mi desconcierto, porque ese sabor tampoco desaparecía cuando las palomas terminaban en guisos o frituras. Y estas dudas se diluyeron cuando me atreví a preguntárselo:
-¡Estás loco! ¡Cómo voy a perder mi tiempo con esos pajarracos!
Tenía razón, ella no malgastaría su tiempo en esos bichos con alas. Les guardaba tanto rencor como el que dirigía hacia mi padre.

Después de mi nacimiento, el negocio empezó a dar frutos. En diez se podían contabilizar los ejemplares que mi padre, un simple obrero, a quien le agradaba el canturrear de las palomas, tenía en unas jaulas, cinco a cada lado del corralón, como dos parlantes. Venía de trabajar, cogía el periódico, tomaba una silla y, mientras repasaba las noticias deportivas, las escuchaba. Para él no existía otro pasatiempo ni conocía la radio. Pero los semitonos de su apacibilidad se esfumaron con la divulgación de un alado sabor. La demanda por la carne de paloma se originó de un modo tan inexplicable como el Big Bang. El precio que se pagaba en los mercados despegó hasta las nubes. Mi padre, que situaba en un primer peldaño, jamás alcanzado por las palomas, economizar esfuerzos a la hora de conseguir dinero, decidió ofrecer sus concertistas al mejor postor.
Poco a poco, descubrió que si se dedicaba por completo a este oficio, esos ingresos superarían a los de su salario. Renunció a su empleo. Y las cosas fueron por buen rumbo, al menos por un tiempo. Sus cálculos no se habían equivocado: las ganancias se duplicaron, se triplicaron. Más por complacer el capricho de mi madre, se casó con ella.
La casa creció hacia arriba y el último piso, el cuarto, se acondicionó con mallas como un gran globo de flexibles rejas. Esa endemoniada arquitectura atemorizó al vecindario; luego la admiraron al igual que un castillo, y como mi padre buscaba rentabilidad hasta en sus yerros, se le ocurrió cobrar unos soles a quienes desearan ascender hacia ese boscaje de plumas.
Sin demasiadas virtudes de las cuales enorgullecerse, este sonriente usurero se convirtió en un referente indiscutible de la crianza de paloma, título que ratificaba con unánime asentimiento en las carreras aéreas que se celebraban a pocos días de la primavera y en las que las competidoras debían volar hasta la plaza, travestida en kermesse, y donde el criador las esperaba con los brazos estirados en cruz. Estas fiestas, que permitían a las alas victoriosas formar parte del banquete, concluían en abotargantes comilonas sazonadas con alcohol.
Y así como la vida nos coacciona a creer que existe, el sabor duró lo mismo que un vuelo de paloma. Su carne mudó en sinónimo de desprecio y de señal de mala suerte. Las personas dejaron de comprarlas. Además, quizá por apretujarse en una plumífera esfera que daba la impresión de arrancar en cualquier momento a mi casa de la tierra, comenzaron a salirle mocos de los picos.
Convertido en un ornitólogo heurístico, mi padre no abandonó la azotea. Ya no solo hacía sonidos raros ni pasaba las horas tendido en su perezoso. Llevaba las cervezas de tres en tres, hablaba con las palomas y al hacerlo parecía hallarse en un bar. No se molestaba en conversar conmigo. Su tratamiento no debía interrumpirse. De algún modo las curaba, no sé cómo, y solo sobrevivió un puñado de las más fuertes.
Hasta que un día mi madre se sublevó.
–¡No seas infantil! ¡No seas infantil! ¡Dale un plato de comida! –dijo apuntándome con el índice acusador de su mano derecha.
Pasó casi un año, mi madre simplemente tomó a mi padre por otro pajarraco. Todos sabían que desde meses atrás (¿cuántos?, no viene al caso) se veía con otro hombre. Para esas fechas, ese individuo amable venía a casa, se sentaba a la mesa y comía acompañándonos. No nos preocupó que pudiera encontrarse con quien afincado en su reducto debía ser considerado todavía su rival. En eso no me equivoqué, mi equivocación fue creer que las palomas sabían distintas debido a una receta diferente.
Conmovido por la paternidad que aún le sobraba, mi padre se desprendía de entre tres a cuatro de sus camaradas -interdiariamente amanecían desplumados en un balde en la cocina. Más tarde esa cuota se rebajó a dos, después a ninguna. La enfermedad, robustecida, había vuelto para derrocar a los vestigios de su imperio. Arrinconado en las escaleras que daban a la entrada de su reino, lo vi coger a las palomas, sobarlas frenéticamente y silbarles como preguntándoles qué les pasaba o dónde les dolía. En medio del piso empantanado de un verdor viscoso, ninguna de sus fórmulas tuvo éxito. En las mañanas, mi madre, amontonando en la acera los costales que iban en aumento, no se demoraba en llamar al camión de la basura.
Regresaba. Desde la esquina, vi mi casa despojada de su arboleda mágica. El silencio, mi nuevo silencio, me reveló cuán acostumbrado estaba al rumor de ese mar perpetuo. Vi a mi padre pararse en la orilla de su locura. Los enflaquecidos supervivientes de su séquito se alzaron con él. Muchos otros zureos arribaron desde ignotas direcciones. El cielo ennegrecido recibió el látigo de incontables alas. Quien las dirigía estiró los brazos para después abrazarse a sí mismo. Ululó, las palomas le respondieron y brincó. En ese instante imaginé que irían tras él. Veía que tiraban de su cuerpo hasta llevarlo de retorno hacia el punto de su salto. Sus dedos, su cabello y sus ropas eran halados para evitar el contacto contra el pavimento. Mi padre estaría suspendido en el cielo. Eso imaginé.
Las palomas continuaron llegando. 

                                     

                          Julio César Buitrón  - Autor -

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